Una imagen pública cuesta

Francisco S. Cruz

Construir una imagen pública o hacerse figura, en cualquier sociedad, cuesta y más en una sociedad subdesarrollada donde chisme, farándula, bolas y calumnias -gratuitas- pueden adquirir categoría de patente de corso o ser moneda corriente. Y es tanto así que, Cayo Suetonio Tranquilo -historiador, biógrafo y cronista- es referente obligatorio para indagar y hurgar en las vidas de los Césares: sus virtudes, defectos, extravagancias, obras, costumbres e instintos más bajos o perversos. Pero el autor, más develación que especulación, ha sufrido, a través del tiempo, fama de exagerar o demeritar, obviándose, quizá, el ejercicio arriesgado de exponer excentricidades, excesos, extravagancias o lados oscuros de los hombres públicos más temidos, poderosos, odiados o amados de la Antigua Roma. Sin duda, una pluma polémica, a veces oscura, pero, sin discusión, referente bibliográfico y anecdótico, si se quiere.

Tal vez, por la importancia, en todo tiempo, de la crónica histórica aquella frase -mentira o verdad- de que “La mujer del César no solo debe ser honrada, sino que también debe parecerlo” aún tiene vigencia cuando hablamos de vida pública y sospecha fuera de duda. Quizás, por ello, fue Juan Bosch, de nuestros líderes y hombres públicos, quien más cuidó su imagen pública e hizo que esta fuera una alusión indisoluble a su ética ciudadana que hasta sus adversarios más enconados nunca osaron, siquiera, rozar o mellar con el pétalo de una rosa. Lo de Duarte fue lo más patético, romántico y cruel: exhibió y demostró honestidad hasta en el destierro decoroso. Sin duda, Bosch emuló a Duarte en el campo de la ética y visión de la política: servir.

Y si miramos bien, la política, como acuñó alguien -no recuerdo quién-, es una de las pocas empresas o actividad que se emprende sin capital; pero que puede acarrear fama y descrédito, pues al ser su fin último el poder no deja de ser atracción, oportunidad o probable perdición a la vez. Si no, auscultemos en la génesis de no pocas fortunas y encontraremos el eslabón perdido entre el hurto público o la calumnia más certera o embustera. Y ante la sospecha o evidencia solo queda hurgar en los tiempos en que Saramago se inspiró para acuñar aquella lapidaria frase: “Hay quien quiere recorrer la historia como si de una autopista se tratara”.

En fin, nuestro país -o para ser más gráfico-extensivo-: nuestra América- está copado de fortunas malhabidas, políticos corruptos, cronistas-periodistas a renta pluma -también los hubo respetables e irreverentes- y difamadores a granel. Sin embargo, lo que una figura pública no debe tolerar, a menos que calle y otorgue, es que esa construcción, que no pocas veces envuelve instituciones u organizaciones, la mayoría partidos políticos, y honras familiares, sea derribada por amanuenses consuetudinarios del descrédito alegre o gratuito, la mentira-denuncia como arma política o el abuso de los medios por terroristas o mercenarios del arte de calumniar y sentenciar sin la prueba “de la cosa debidamente juzgada”. Y es ahí donde la figura pública debe accionar, sin flojera y sin medias tintas, pues, aunque no sea crea, la moral, una vez puesta en entredicho, sólo se defiende y resarce fehacientemente en los tribunales o, cobardemente, se escurre el bulto bajo cualquier flojo bajadero o mote, pero este último camino es casi inmolación pública, aceptación-inanición o entierro en vida. En consecuencia, que nadie se llame a engaño: también se vive y muere por reputación (más si sabemos que, en nuestro país, ya hay precedentes-sentencia de ganancia de causa ante difamación, calumnia e injuria).

El Caribe

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