Crisis, identidad y encrucijada de la democracia dominicana
Por Julio Santana
Cuando en una coyuntura electoral un gobierno conquista el favor mayoritario de la ciudadanía con la promesa de un cambio social esencial—incluido el establecimiento de una cultura de servicio impenetrable a las tentaciones ilícitas y al enriquecimiento fácil—debe responder con acciones contundentes. No basta con palabras; es imperativo que se desplieguen iniciativas y políticas efectivamente transformadoras que consoliden la confianza depositada en él.
Recuerdo vagamente a un autor que, con rigurosa argumentación fáctica e histórica, sostenía que los cambios reales—aquellos que verdaderamente reconfiguran el orden, la seguridad y el bienestar ciudadano—requieren, paradójicamente, una supresión temporal de las consabidas delicias de la democracia.
La paradoja radica en que, para evolucionar, a veces es preciso renunciar brevemente a ciertos disfrutes democráticos a fin de cimentar bases más sólidas para el futuro.
En sociedades que durante décadas sufrieron el férreo mando de dictaduras—caracterizadas por la persecución, el silencio forzado, las amenazas y las desapariciones misteriosas de opositores—el adentrarse en el tapiz de la democracia debería despertar una mezcla de euforia, angustia y, en ocasiones, desilusión. Esta transición se vuelve especialmente amarga cuando se acompaña de un liderazgo “democrático” licencioso, marcado por el cohecho, el desprecio por las normas constitucionales, el aumento de la delincuencia y la proliferación de negocios ilícitos, sumado a la anarquía en las calles y a la burla generalizada a la autoridad.
La República Dominicana ilustra de forma reveladora las dificultades inherentes a la transición democrática. Su modelo de democracia representativa fracasó en un primer intento truncado por un golpe de Estado, para luego vivir 12 años de modernización bajo la sombra de la represión y persecución militar de opositores durante el apogeo de la Guerra Fría. Este proceso ha dejado, hasta la fecha, escasos logros civilizatorios a su paso.
Con el tiempo, los desafíos se exacerban: los problemas estructurales se han tornado más complejos y las oportunidades reales son cada vez más ficticias o directamente inexistentes. Aunque cada cuatro años la ciudadanía acude a los centros de votación, la confianza en la funcionalidad democrática y en la representatividad política se va erosionando: un fenómeno peligroso que parece pasar desapercibido para el sistema de partidos.
Este fenómeno ocurre en un contexto social de profundo deterioro sistémico, donde los ejemplos morales en cualquier ámbito escasean o son desestimados. El ascenso meteórico al bienestar material se celebra sin méritos visibles, lo que debilita la confianza en las instituciones. Guardando distancia, la democracia no es un rasgo genético, sino el resultado de la aceptación de sus valores, obligaciones y derechos. Por ello intentar trasladar ese sistema a civilizaciones arraigadas en la tradición monárquica—donde imperan el temor a una autoridad omnipresente y los reinados perpetuos de dinastías familiares—resulta especialmente complicado.
En tales contextos, intentar imponer la democracia a sangre y fuego parece conducir inevitablemente al caos, la desestructuración y la desestabilización hasta límites inimaginables, tal como se ha evidenciado en Afganistán, Irak, Libia y, más recientemente, Siria.
No pertenecemos a las civilizaciones orientales, ricas en tradiciones y en legados ejemplares de gobierno y dominio religioso, sino a una amalgama de razas y culturas aún en fase de definición, una configuración social incipiente que denominamos dominicanidad. Nuestro origen se remonta a un proceso de colonización brutal, donde todo lo primitivo se asumía como salvaje y lo que luego llamaríamos criollo se desvanecía en la inevitable locura de mezclas raciales inauditas.
Parecería que pertenecemos a todo el mundo y, sin embargo, nuestros dirigentes políticos—los artífices de una nación así fraguada—no pertenecen a nadie. Carecen de una identidad nacional sólida y de un apego responsable a verdaderas y posibles sendas de progreso. Las nociones de la “vida buena” y del buen gobierno que deberían brotar de los modelos democráticos, se han convertido en meras quimeras para los dominicanos, ilusiones que perfilan su conducta política y deshacen sus últimos vestigios de esperanza.
Observando el rumbo de la república, se impone la urgente necesidad de recuperar la autoridad, el orden y el cumplimiento de aquello que la democracia promete. El gobierno de Luis Abinader aún puede salvar la credibilidad del pueblo dominicano si emite señales alentadoras y construye confianza de manera efectiva. Es crucial que priorice obras fundamentales sin descuidar las ya existentes, que retome el control de las calles—aunque ocasionalmente deba recurrir a la mano firme—y que ponga límites a esos nuevos “héroes” cuyas fortunas todo sabemos se basan en la desvergüenza, la desfachatez, las extravagancias y el engaño encubierto.
Si se desperdicia esta oportunidad, corremos el riesgo de renegar del modelo político vigente y de sus mismos protagonistas, obligándonos a buscar nuevas formas de gobernanza efectiva. De otro modo, la mayoría—persuadida de que en este país todo es permisible—continuará insistiendo en la falta de orden y moralidad, socavando el respeto a la ley y las buenas costumbres. La coyuntura exige decisiones firmes y transformadoras para reencauzar nuestra sociedad hacia un futuro de estabilidad, ética y progreso real.
Acento