‘El juego del calamar’ toca fibras sensibles alrededor del mundo por una razón

Por Rebecca Sun

The New York Times

Sun es crítica cultural y exeditora de The Hollywood Reporter.

Habría sido fácil tomar la exitosa premisa conceptual de El juego del calamar —concursantes con mala suerte que compiten a muerte en una batalla infantil y sádica— y repetirla en la segunda temporada. Al fin y al cabo, la primera temporada de la serie, que apareció en Netflix en 2021 con poca fanfarria inicial, fue acogida como una fábula astuta del capitalismo tardío y atrajo a 330 millones de espectadores en todo el mundo, convirtiéndose en el título más visto del servicio de transmisión en continuo.

Pero la segunda temporada de la serie, que se estrenó el día después de Navidad, introduce un intrigante elemento argumental que aprovecha hábilmente el momento político actual. Las críticas de esta temporada han sido variadas, pero la nueva entrega de El juego del calamar podría ser la mejor revisión proveniente de la cultura pop hasta la fecha de la dinámica social que ha conducido a una serie de giros a la derecha en todo el mundo: desde la elección en 2022 de Yoon Suk-yeol, el presidente conservador de línea dura de Corea del Sur, hasta la segunda victoria de Donald Trump en Estados Unidos. Si la primera temporada se enfocaba en cómo el capitalismo obliga a la gente a tomar decisiones imposibles (como enfrentarse a un concurso de asesinatos con la esperanza de mejorar una situación desesperada), la segunda temporada trata de las consecuencias del tribalismo: cómo la presión por enfrentarnos unos a otros en una batalla política en la que el ganador se lo lleva todo conduce a la destrucción y la desesperación de todos.

Para entender la evolución de la segunda temporada del programa, ayuda recordar un momento culminante de la primera temporada: el segundo episodio, titulado “Infierno”, en el que los traumatizados supervivientes del primer desafío tuvieron la oportunidad de votar si querían continuar en el juego. Como el primer desafío del juego causó decenas de bajas entre los concursantes, un espectador podría suponer que votarían unánimemente por escapar. Pero cuando se enfrentan a la persistente desesperanza de sus apuros en el mundo exterior, los concursantes optan universalmente, al final del episodio, por volver al juego, creyendo que sus peligrosas pruebas les ofrecen la mejor oportunidad de cambiar su suerte. El juego es cruel, pero el mundo lo es más. Y por eso votan para continuar el juego.

En la segunda temporada, este dilema de “el ganador se lo lleva todo” no se convierte en una votación puntual, sino en un acontecimiento después de cada ronda. Los jugadores supervivientes deben decidir, por mayoría, si finalizar el juego para todos o continuar con la esperanza de conseguir el mayor premio posible. Y hay otro giro: terminar prematuramente el juego ya no significa que todos se vayan a casa con las manos vacías, sino que todos se reparten las ganancias en partes iguales. Es el clásico dilema de los concursos: abandonar ahora y llevarte el dinero que has ganado o seguir adelante con la esperanza de conseguir una fortuna mayor, pero en manos del creador de El juego del calamar se convierte en un malévolo experimento social.

Los concursantes se agrupan rápidamente en dos facciones opuestas: el equipo rojo X, que quiere salir y evitar más derramamiento de sangre, y el equipo azul O, que está ansioso por seguir adelante a pesar de los riesgos. El programa no es sutil en su alegoría política. Las escenas de las votaciones se escenifican para que parezcan mítines políticos, y los equipos X y O acampan a sus respectivos lados del pasillo. En un episodio posterior, una ola de fervor populista se apodera del grupo, impulsada por la desesperación, la codicia y el sesgo de supervivencia. “Hemos llegado hasta aquí, así que hagámoslo una vez más”, insta un concursante a los que se toman su tiempo para convertirse. Lo que sigue debería venir con una advertencia para cualquier estadounidense que se sienta consternado el 5 de noviembre, ya que la consiguiente avalancha electoral del equipo azul va acompañada de cánticos de “¡Cuatro años más!” —perdón, “¡Un juego más!”— que resuenan en el dormitorio de los jugadores.

Al final, los contendientes se dan cuenta de que una manera más conveniente de ganar ventaja es eliminar a la oposición en lugar de convertirla, y cuando el grupo se convierte por completo en tribalismo, toman las armas y se atacan unos a otros. Ese es el mensaje final de la segunda temporada del programa: el tribalismo es una conflagración que se consume a sí misma.

Hwang Dong-hyuk, el creador de la serie, empezó a escribir la segunda temporada justo después de que Yoon fue elegido presidente. Es claro que Hwang tenía en mente la división política. En un panel celebrado en el otoño pasado en Los Ángeles, unos días antes de las elecciones estadounidenses, dijo de la serie que él quería contar una historia “sobre cómo las diferentes elecciones que hacemos crean conflictos entre nosotros” y que esperaba “abrir una conversación sobre si hay una forma de avanzar en una dirección en la que podamos superar estas divisiones”.

Lo más probable es que no sea una coincidencia que El juego del calamar salga de Corea del Sur, una joven república con una turbulenta historia marcada por líderes autoritarios. En diciembre, Yoon intentó declarar la ley marcial y desde entonces ha sido destituido tras la presión generalizada y sostenida de la opinión pública coreana. Las imágenes de sus alegres protestas se hicieron virales en todo el mundo y se hicieron eco de manifestaciones masivas similares que ocasionaron la destitución de la presidenta Park Geun-hye en 2016.

Hay un momento en el final de la segunda temporada que, para mí, fue como un faro de esperanza para el espíritu humano. Un miembro del equipo X (interpretado por la estrella de la serie, Lee Jung-jae) logra reunir suficientes aliados entre los concursantes para organizar una rebelión contra sus guardias armados y vestidos de rosa, y los insurgentes intentan asaltar la sala de control y tomar posesión del juego. Algunos de estos voluntarios sacrifican sus vidas al servicio de la misión más grande de liberar a todos los concursantes, incluso a los miembros del equipo contrario. Solo cuando caiga el tribalismo podrán alzarse todos los jugadores.

Mientras Estados Unidos espera el segundo mandato de Trump, me pregunto cómo responderemos como ciudadanía. ¿Estamos ya demasiado divididos, en un equipo rojo y un equipo azul, y demasiado preocupados por nuestras comodidades individuales para actuar de un modo que tenga en cuenta el bienestar de los demás? Según la parábola de El juego del calamar, podemos ser conspiradores en nuestra destrucción mutua o liberadores de ella. Averiguaremos si podemos reunir el valor y la compasión necesaria para trabajar por nuestra mejora colectiva cuando empiece una nueva temporada del drama estadounidense el 20 de enero.

The New York Times

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