¿Cuándo la política se convirtió en un riesgo?

Erinia Peralta

Ocurrió hace unos años, en medio de una celebración familiar. La noticia de que un pariente muy cercano había sido designado para un alto cargo en el gobierno llenó la sala de entusiasmo y felicitaciones. Pero, de pronto, una voz rompió la armonía con una nota discordante:

—¡Ay, Dios mío! —exclamó—. Un hombre que nunca ha tenido problemas con nadie, que lleva una vida tan tranquila… ¿irse a meter ahí, en la boca del lobo? Dios lo acompañe.

Mientras intentaban calmarla y explicarle la importancia de aquella designación, yo me quedé pensando. ¿Era posible que entrar al tren gubernamental fuera una “actividad de alto riesgo” de la que uno podría no salir ileso? Dejé esa idea en pausa hasta que, tiempo después, volvió a surgir en una conversación inesperada.

En una cena con jóvenes brillantes, formados en universidades del exterior (algunos de ellos con becas del Estado), parecía haber un consenso preocupante: ninguno aceptaría un puesto en el gobierno.

—Trabajar en el Estado te complica la vida —me dijo uno—. Por cualquier cosita te meten en un escándalo del que no sales nunca. Prefiero mi tranquilidad.

Me detuve a reflexionar. ¿Cuándo y cómo ocurrió este cambio? ¿En qué momento ser político dejó de ser una aspiración legítima para convertirse en un estigma? ¿Por qué el servicio público es visto con recelo, como una actividad de alto riesgo?

La desconfianza no solo recae en quienes aspiran a servir desde el Estado, sino también en los propios políticos. Un amigo, militante de un partido, me lo resumió con una frase que parecía una queja generalizada:

—Parece que todo es contra los políticos hoy en día.

Decía esto en el marco del debate sobre si conviene o no limitar que militantes partidarios o activistas políticos puedan ocupar posiciones como procurador o formar parte de las altas cortes. Su argumento era que muchas personas dentro de los partidos tienen la capacidad y la formación para ejercer esos roles con independencia de criterio. Sin embargo, sostenía que estas restricciones forman parte de una “agenda” contra los partidos políticos y la clase política en general. El mismo razonamiento lo aplicaba a la reciente sentencia del Tribunal Constitucional sobre las candidaturas independientes.

El mensaje implícito parece ser que la política organizada está en crisis y que el servicio público es un espacio al que conviene no acercarse demasiado.

Si bien no comparto la idea de que la política debe estar reservada solo para eruditos e intelectuales —porque la política es, ante todo, vocación transformadora y sensibilidad social—, sí me preocupa que aquellos con formación y herramientas vean la política como un terreno hostil, un lugar del que es mejor mantenerse al margen. Es urgente evitar que el servicio público sea visto como “cruzar por el lodo”.

Aquí los partidos tienen un rol fundamental: hablar de aquello que la gente habla, conectar con las causas que movilizan a los ciudadanos y atraer talento genuino con interés en cambiar las cosas. Innovar la política no es una opción, es una necesidad.

Tal vez el primer paso sea mostrar una mejor cara de la política y de quienes la ejercen con integridad. Hay que visibilizar a los servidores públicos que trabajan, que construyen país, que cumplen con su deber. Tal vez ahí esté la clave: demostrar que la política, cuando se ejerce con responsabilidad, puede volver a ser sinónimo de honor y compromiso.

Porque la política no es ni debería ser solo para los que ven en ella una herramienta de poder, sino para todos los que sienten el llamado de transformar su entorno. Y esa es la narrativa que debemos recuperar.

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