Democracia vs. autoritarismo ¿por qué el voto popular no basta?
Flavio Darío Espinal
Suele pensarse que la democracia es un sistema de gobierno que conlleva, intrínseca y necesariamente, las reglas y las instituciones que hacen posible los frenos y contrapesos entre los diferentes poderes del Estado. También se piensa que algo similar sucede con los derechos de las personas y las garantías a esos derechos. Es como si, de manera natural, la democracia -sistema político en el que el poder deriva su legitimidad de la soberanía popular- trae consigo los valores y las instituciones propias del liberalismo político. Nada más lejos de la realidad.
Tanto la historia de la filosofía política como de los sistemas políticos muestran que la articulación de esos diferentes componentes -soberanía popular, división y contrapeso de poderes y protección de los derechos de las personas- es un fenómeno precario y reversible. Ciertamente, puede argumentarse que sin la soberanía popular como fuente y fundamento del poder no hay mucho margen para que se establezcan los otros componentes, pero también es cierto que es posible la existencia de gobiernos que surgen de elecciones democráticas que terminan socavando las normas y las instituciones del liberalismo político.
Una de las grandes preocupaciones de Alexis Tocqueville, un aristócrata de temperamento liberal que entendió, tal vez mejor que nadie entre los pensadores del siglo XVIII y el siglo XIX, el valor de la igualdad y de la participación del pueblo en la elección de sus autoridades, fue que los gobiernos democráticamente electos corrían el riesgo de convertirse en un «despotismo suave» si no existían los mecanismos de contrapeso y las instituciones intermedias -sociales y políticas- que atemperaran a quienes tenían el poder con el favor del pueblo. Por eso es tan refrescante leer a Tocqueville casi doscientos años después de que escribiera La democracia en América para entender las democracias iliberales que predominan en tantos países en la época contemporánea.
Una línea de argumentación es que, avalados por el voto popular, muchas veces de manera abrumadora, los gobernantes suelen estar inclinados a querer que se les ponga la menor cantidad de restricciones a su ejercicio del poder. Uno de los debates constitucionales más recurrentes en Estados Unidos, una democracia constitucional que se supone que está consolidada, gira precisamente en torno al alcance de los poderes presidenciales. De alguna manera u otra, todos los presidentes desean expandir su esfera de poder autónomo, según sea su ideología, sus prioridades de políticas públicas o las necesidades coyunturales. En unos casos, como sucede actualmente, esa expansión del poder presidencial es mucho más palpable y abarcadora pues se manifiesta en una contestación permanente a los límites que los tribunales de justicia y las cámaras legislativas les pueden poner a ese poder.
Lo mismo ocurre en otras latitudes -Europa occidental, central y oriental- donde cada vez más surgen gobiernos fuertemente iliberales que recortan derechos, concentran poderes y sobrepasan sus límites constitucionales. Igual sucede en América Latina, aunque en nuestra región, con esa larga historia de gobiernos autoritarios, el problema principal durante mucho tiempo fue cómo hacer valer la voluntad popular como fuente legítima del poder. No obstante, luego de que se establecieran los sistemas democráticos, el problema ha sido la frecuencia cómo esos mismos gobiernos han procurado concentrar poderes y eliminar o reducir a la irrelevancia los mecanismos de control, frenos y contrapesos.
De modo que, cuando se piensa en gobiernos que surgen de las urnas con el voto popular no debe entenderse que estos, necesaria e inevitablemente, están estructurados sobre la base del respeto a la división y los contrapesos del poder. Las formas de suprimir esos controles, al menos en América Latina, son muchas, desde la manipulación generalizada de las instituciones como sucede en Venezuela, pasando por la concentración brutal del poder en una copresidencia grotesca en Nicaragua, la personalización extrema del poder en el «dictador más cool del mundo» en El Salvador que ha hecho tierra arrasada con el debido proceso y las garantías de los derechos individuales, hasta la reconfiguración supuestamente democrática del Poder Judicial en México para desprofesionalizarlo y debilitarlos, entre otras muchas formas.
A la luz de estas experiencias prácticas, que se sustentan con frecuencia en el argumento autoritario de que las formas centralizadas del poder son más efectivas que las democracias constitucionales que establecen límites, pesos y contrapesos, es importante tomar conciencia de que la lucha por la democracia, al menos en nuestra región, no debe entenderse únicamente como el tránsito de regímenes autoritarios a gobiernos democráticamente electos, sino también como un proceso complejo, gradual y siempre reversible que conlleva construir instituciones que limiten y contrapesen el poder para evitar el abuso y la arbitrariedad, pero que, a la vez, sean eficaces en dar respuestas a las necesidades de la gente.
El sentido de democracia constitucional es justamente ese: no basta con instituir la soberanía popular como fuente legítima del poder, sino que ese poder democráticamente electo tiene que estar encuadrado en un sistema institucional que contenga frenos y contrapesos que eviten el ejercicio autoritario del poder y el sometimiento de las diferentes autoridades a los límites que la Constitución disponga. También implica el reconocimiento y la protección de los derechos de las personas, incluyendo la observancia de los principios y las reglas del debido proceso. Desde luego, también está el desafío, tal vez el principal, de hacer posible que un sistema de gobierno de ese tipo muestre en la práctica que es capaz de dar respuestas oportunas y efectivas a las demandas de seguridad, bienestar y prosperidad de la población.
Diario Libre