La novela negra nunca muere

Gina Montaner

Es una verdad como una casa el dicho “Los viejos rockeros nunca mueren”. Basta con ver a Mick Jagger o a Bruce Springsteen de gira por el mundo. El primero, con 81 años, se sigue contoneando sobre el escenario con diabólica gracia. El segundo, seis años más joven, es el Boss indiscutible. Y los que no se pierden ni un concierto de estos dos veteranos del rock and roll forman parte de esta tribu imbatible, aunque los huesos crujan.

Lo mismo puede decirse del género de la novela negra, que cobró fuerza en los años de la Gran Depresión en América con las entregas por fascículos de la literatura Pulp, y hasta el día de hoy se reinventa una y otra vez. El autor de novela negra es tan perseverante como sus lectores, adictos a la trama densa como el humo del cigarrillo, cargada de erotismo, con un reguero de muertos y un crimen (o varios por resolver) que no impedirá el enamoramiento inevitable.

Si escribo sobre un género injustamente calificado en más de una ocasión como “menor”, es porque dos notables autores de mi generación, uno cubano y otro español, se resisten con su obra a que la novela negra languidezca. Hace unos años Andrés Hernández Alende (Cuba, 1953) publicó la primera entrega de una saga detectivesca protagonizada por Fernando Estrada, detective privado que deambula por las calles de una ciudad aparentemente deslumbrante, Miami, que en sus callejones y barrios menos frecuentados por los turistas conviven los bajos fondos con la corrupción que supuran los poderosos de la urbe. El Ocaso (Mundiediciones) retrata la azarosa existencia de Estrada, antihéroe (en realidad un héroe muy singular) que entre caso y caso se revuelve contra las desigualdades que subyacen bajo el refulgente bling bling miamense. Alende, periodista y escritor prolífico al que conocí en Madrid hace años –él acababa de salir de Cuba y, como su propio personaje literario, anhelaba una mejor vida lejos del polvoriento castrismo– ha continuado con la saga literaria de Fernando Estrada, ese primo criollo de Sam Spade y Philip Marlowe, los más célebres detectives de la novela negra del siglo pasado, que crearon Dashiell Hammett y Raymond Chandler respectivamente. El cubano Estrada, trasplantado a Miami persiguiendo un sueño americano que por momentos es pesadilla, comulga con Spade y Marlowe en el gusto por el alcohol y las copas que van y vienen; un nexo entre el inmigrante exiliado y los protagonistas de Hammett y Chandler, dos americanos endurecidos por las penurias del crash económico del año 29.

La novela negra tiene mucho margen en sus diversas versiones. En la que acaba de publicar Carlos Asorey Brey (España, 1956), con el sugestivo título de Las neuronas se ensucian al usarlas (Huerga & Fierro), su detective privado, Diego Leyra, apenas prueba el alcohol y se mueve en una ciudad, Madrid, más bien apacible y donde el crimen es infrecuente. Pero, como le sucede al Fernando Estrada miamense, una mujer misteriosa (Dalila Semprún), lo visita un día en su más que modesta oficina para contratarlo con el fin de que siga a un hombre del que aparentemente quiere vengarse. El género exige la irrupción de esa dama enigmática y casi siempre peligrosa por razones turbias, que trastocará el poco sentido común del protagonista: véase un Fernando Estrada asfixiado de calor en Miami (la aparición de Lucía Arias le nublará aún más los sentidos) o un doliente Diego Leyra en los inviernos amables de Madrid, todavía convaleciente de la pérdida de un amor.

Ciertamente, tanto él como su colega al otro lado del charco (Fernando Estrada y Diego Leyra compondrían un dispar pero entrañable dúo de detectives) arrastran una serie de mal de amores. Es también una seña de la novela negra: el tipo escaldado por romances tumultuosos, perdedor en lo económico, aspecto descuidado, cínico por fuera, pero con un corazón con tendencia a dejarse seducir. Ah, la femme fatale. En el relato de Asorey Brey, a quien conocí hacia finales de los años 70 cuando ya soñaba con ser guionista, poeta y novelista (cumplió con creces sus ambiciones), esa mujer irresistible se desdobla en otra, porque el autor expande el género hacia una vertiente de juegos de espejo en la que el realismo sucio se confunde con la fantasía de lo que es y pudo haber sido. Su novela negra roza también el humor absurdo del mejor Enrique Jardiel Poncela: Diego y Dalila se embarcan en una aventura que me recordó Espérame en Siberia, vida mía, obra magistral del otrora popular novelista español que casi nadie lee hoy.

Volvamos al Miami que retrata Hernández Alende, apegado a la novela negra clásica pensada también para el cine, en la que se pueden palpar las alcantarillas de la ciudad, las dobleces de la gente, esa traición que está a punto de cometerse si no lo impide el sagaz y desconfiado detective.

El novelista cubano también ahonda en la crítica social de una ciudad donde abundan profundas diferencias sociales y los sueños de muchos inmigrantes se estrellan contra el consumismo exacerbado por un capitalismo que bombardea constantemente a quien anhela tener lo que otros exhiben con obscena ostentación. Fernando Estrada está de vuelta de todo, menos de ese resquicio romántico que conserva a pesar de su fatalismo.

Tanto en El Ocaso como en Las neuronas se ensucian al usarlas esa ilusión por el amor rescatable, el deseo que no se apaga, la mujer a la que rendirse, están presentes con las particularidades de Estrada (duro donde los haya) y de Leyra (enamoradizo como el que más). Hernández Alende y Asorey Brey voltean juguetones la novela negra de toda la vida: Diego Leyra, un alma pacífica, sobre su nuevo encargo: “me veo empujado al disparate de matar a un hombre”; Fernando Estrada, lector sensible, sobre lo que lee: “De todo. Pero nunca los clásicos del género policiaco. Chandler, Hammett…Ya no.” Dos guiños certeros a un género elástico e imperecedero. La novela negra nunca muere porque la escriben y rescriben los viejos rockeros de la literatura.

Listín Diario

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