Un oficio de difuntos

Pedro Conde Sturla

«El sexo a los noventa es como intentar jugar al billar con una soga».

George Burns

A partir de una cierta edad la vida comienza a parecerse cada día más a la muerte, a un oficio de difuntos, aunque no en el sentido que tiene en la novela homónima de Arturo Uslar Pietri. No como un ciclo de oración, no como la bellamente llamada Liturgia de las horas, sino como un quehacer, literalmente, una ocupación, una faena. Eso que César Pavese llamaba «El oficio de vivir», que este caso es un poco el oficio de morir. A eso me refiero, a una etapa en que la vida —el oficio de estar vivo— empieza a confundirse con la muerte.

A veces, sin darme cuenta, entro en conversación con los finados. Hablo y escucho voces. Me reprocha mi madre por tener las manos sucias. Paso tiempo con los muertos y con los vivos, estoy viviendo ya la muerte en plena vida, me voy acostumbrando, empiezo como quien dice a realizar la transición entre el más acá y el más quién sabe.

Algo así como aquello de lo que habló don Francisco, el temible poeta y espadachín Francisco de Quevedo y Villegas:

«Retirado en la paz de estos desiertos, / Con pocos, pero doctos libros juntos, / Vivo en conversación con los difuntos, / Y escucho con mis ojos a los muertos».

Mi amigo Fornicall describía jocosamente el proceso de decadencia que se define como edad de los metales: La época de la vida en que los cabellos se vuelven de plata, los dientes se vuelven de oro y los huesos, por no decir otra cosa, se vuelven de plomo… Para peor, los órganos se debilitan o se atrofian, se declaran en huelga. Algunos se estiran, otros se suicidan, no vuelven a levantar cabeza.

Pero esa es la parte física de la vejez, cuando comenzamos a decaer, pero todavía somos gente, cuando somos viejos pero no somos ancianos. De lo que hablo es de la etapa final, de la época en que cruzamos el abismo entre la vejez y la ancianidad. La época o la etapa en que el oficio de estar vivo se convierte en pura metafísica. El trayecto en el que todo apunta cada día un poco más al deterioro. Algo parecido a lo que el mencionado Francisco describió tan maravillosamente con su proverbial maestría:

«Miré los muros de la Patria mía, / Si un tiempo fuertes, ya desmoronados, / De la carrera de la edad cansados, / Por quien caduca ya su valentía.

Salíme al Campo, vi que el Sol bebía / Los arroyos del hielo desatados, / Y del Monte quejosos los ganados, / Que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi Casa; vi que, amancillada, De anciana habitación era despojos; / Mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada, / Y no hallé cosa en que poner los ojos / Que no fuese recuerdo de la muerte».

Hablo de la vencida espada, sí señor, del tiempo de los despojos, del no saber dónde poner los ojos, de la última etapa de la existencia… Entramos en el ámbito de Rubén Darío, no el Darío de «Juventud, divino tesoro, / ya te vas para no volver», no el Darío de plátano maduro no vuelve a verde… Entramos en el ámbito del sombrío Darío de «Lo fatal»:

«Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, / y más la piedra dura porque esa ya no siente, / pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, / ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto, / y el temor de haber sido y un futuro terror… / Y el espanto seguro de estar mañana muerto, / y sufrir por la vida y por la sombra y por /

»lo que no conocemos y apenas sospechamos, / y la carne que tienta con sus frescos racimos, / y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos, / ¡y no saber adónde vamos, / ni de dónde venimos!…»

Ruben Dario se lo toma un poco demasiado en serio, en verdad, se aterroriza y nos aterroriza. La calaca lo espanta. Frente al abismo de la muerte se le ponen los pelos de punta.

Otros, como el fraterno Francisco (otro Francisco, no Quevedo ni Villegas), pone las cosas de diferente manera. Es el «San Francisco de Asís entre los Pájaros», el de Emilio A. Morel. A este Francisco, la muerte, la hermana muerte, lo tiene sin cuidado. Él le sonríe a la muerte, se hermana con la muerte. Nos dice que la muerte no es una cosa del otro mundo. El nos enseña «la virtud más alta / la de morir sonriendo»:

«San Francisco de Asís erraba un día / por remotos parajes, preguntando / a cuanto ser veía / si lo acosaba el hambre, si quería / pan del pan que su mano iba dejando / a la miseria cruda y sin abrigo: / pan de resignación y pan de trigo.

San Francisco de Asís buscaba un día / vidas atormentadas / por el dolor, cuando en el seno agreste / y hojoso de la Umbría / encontró la piedad de sus miradas / a un ruiseñor que estaba en la agonía. /

—Hermano Ruiseñor… —exclamó el Santo, / con los brazos en cruz—hermano mío, / dime si tu quebranto / lo concibió la voluntad del cielo, / o si fue la del suelo / para secar las fuentes de tu canto.

El ruiseñor no contestó. La suave / bondad del Santo se inclinó hacia el ave / para decirle: –

—Hermano, / ven a mi soledad hasta que vuelva / la salud a tus carnes; / allí no encontrarás florida selva / ni paraje florido, / sino el crudo rigor de los veranos: / mas, para darte la ilusión de un nido / fresco y amable, te daré mis manos.

Y San Francisco se llevó consigo / al ruiseñor enfermo. Y fue tan dulce / el amoroso abrigo, / y tan hijo del cielo / el infinito celo / que el ave halló en el corazón del Santo, / que a poco tiempo levantaron, juntos, / una oración el uno: el otro un canto.

-II-

»Enfermo y solo… Lejos de la gente, / que ignoraba su mal, pensaba el Santo / en que ya la Implacable / rondaba ansiosamente / la tosca celda en que la limpia fuente / de su misericordia inagotable / cantaba el bien, tan armoniosamente.

»Y dijo al ruiseñor: -Mi buen hermano, / muy pronto a mí me faltará el aliento, / y a ti la débil mano / que te busca el sustento; / vuélvete, pues, al bosque y que te ayude / la mansa diestra del hermano Viento.

»Y así dijo a los otros / pájaros: —Vuestro nido / os espera, volved a vuestro prado; / y si encontráis que ha sido destrozado /vuestro hogar venturoso, como he sido / yo para con vosotros, sed vosotros / con el que hubiere roto vuestro nido.

»¿No sabéis que se encuentra / la hermana Muerte en el umbral, queriendo / que mi conformidad le diga: entra? / Y gimió el desconsuelo / del ruiseñor: —¡Oh, déjame a tu lado / para verte cruzar, transfigurado, / los caminos del cielo!

»La turba alada dijo entonces: —¡Falta / que nos enseñes la virtud más alta, / la de morir sonriendo! / Y cuando hablaron todos de tal suerte, / San Francisco de Asís sonrió, diciendo: / —Entrad, hermana Muerte…».

El Francisco del poeta Morel nos reconcilia con la idea de morir, no cabe duda. Su idea fraternal de la muerte está muy lejos del espanto que producía en Darío. Confieso, sin embargo, que me parece un poco exagerado lo de invitarla y abrir la puerta. Yo la dejaría esperando el mayor tiempo posible, entreteniéndose de ser posible con los vecinos. Pero en fin, ando por aquí mientras tanto, caminando, pensando, elucubrando, escribiendo vainas como estas, pisando muertos, pisándole la cola a la huesuda, como dicen los mejicanos… A la manera de Miguel Hernández , «Ando sobre rastrojos de difuntos, / y sin calor de nadie y sin consuelo / voy de mi corazón a mis asuntos».

El Caribe

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