Las distribuidoras de libros
Marino Beriguete
En estos días, en una mesa de café en la que los escritores hablan como si el país fuera suyo (cuando ni sus libros lo son), salió el tema de siempre: la distribución. Los barcos que traen autores extranjeros vienen cargados de páginas y dólares. El esfuerzo de esos escritores, que nunca han pisado el Malecón ni probado un mangú, ya fue pagado antes de tocar tierra dominicana. No han sudado ni un peso en la aduana. El escritor local, en cambio, tiene que pelear cada centímetro de visibilidad como quien vende víveres en el mercado: gritando, empujando, rogando que alguien mire su mercancía.
La realidad es tan simple que duele. Escribir un libro en este pedazo de isla, no basta: hay que defenderlo como si fuera un hijo en el patio de la escuela. Que se vea, que se lea, que al menos pague la factura de la luz. No sé si las librerías no pagan, no sé si pagan, pero tarde, o si simplemente tiene un agujero negro donde desaparecen los libros y los recibos. Lo cierto es que en los pasillos uno escucha a escritores que reclaman sus pagos y reciben como respuesta que “ya no hay ejemplares”. Es decir, los libros se vendieron, pero el dinero aún está buscando una excusa. Ahí el escritor pierde el ánimo, porque escribir sin esperanza es como pescar en un charco seco.
El gremio de escritores, que de vez en cuando organiza batallas heroicas para que el Ministerio de Educación adquiera libros locales, quizá debería mirar con lupa este otro frente: la distribución. Porque de nada sirve que un libro llegue a las manos de un adolescente en la escuela si antes el escritor no ha podido cobrar ni para comprarse un cuaderno nuevo.
Quizás, pienso yo, se trate de un malentendido histórico entre escritores, distribuidores y librerías. Un capítulo mal escrito en la historia cultural del país. Tal vez llegó la hora de cerrarlo. De entender que no basta con ver el libro en un estante bonito, iluminado por la lámpara de Ikea en una librería de la capital. El escritor quiere eso, claro, pero también quiere ver la otra cara de la historia: el depósito en su cuenta, la señal de que su esfuerzo no fue en vano.
Al final, un libro no es solo papel encuadernado. Es trabajo, desvelo, apuesta, sacrificio. Y cuando se vende, el autor no debería sentir que su esfuerzo se quedó en la caja registradora de alguien más. El reclamo es sencillo: que el libro se pague, y punto. Lo demás es poesía, y para eso ya escribimos gratis.
Demuéstrenme que estoy equivocado…
El Caribe