Populismo, fatiga de gobierno y la urgencia de resultados tangibles
Juan Temístocles Montás
En los últimos años, en República Dominicana han convergido cuatro vectores que están erosionando la gobernabilidad. El primero se asocia con las denuncias y evidencias judicializadas de corrupción en el aparato estatal; el segundo tiene que ver con la implicación de militantes del partido de gobierno en tramas de narcotráfico y lavado; el tercero se vincula a la percepción de deterioro en la calidad de servicios públicos esenciales (salud, educación, agua, seguridad, transporte, entre otros); y el cuarto, se corresponde con una percepción creciente y señales de enfriamiento económico acompañado de presiones en precios, empleo e ingresos reales.
La combinación de estos factores, más que un cúmulo de incidentes aislados, configura un “síndrome de fatiga de gobierno” que, si no se corrige, podría derivar en una pérdida acelerada de legitimidad y eficacia estatal.
Cuando la lucha anticorrupción es selectiva o intermitente, la ciudadanía percibe impunidad, y el costo reputacional se traslada a todo el sistema político. La infiltración del narcotráfico en estructuras partidarias y municipales desordena incentivos, financia campañas y distorsiona decisiones presupuestarias y de seguridad. Al mismo tiempo, hospitales tensionados, escuelas con déficits de aprendizaje, inseguridad y transporte ineficiente erosionan el “contrato social” básico —impuestos a cambio de bienes públicos— y alimentan la resistencia de la población a aceptar mayores cargas fiscales.
A esto se suma una menor inversión pública, la incertidumbre regulatoria y expectativas deterioradas, lo que enfría las decisiones de inversión privada. Los hogares, a su vez, ajustan su consumo y aumentan su aversión al riesgo, tal como parece estar ocurriendo actualmente en el país.
Si no se producen cambios visibles, la aprobación presidencial y la del partido de gobierno seguirán erosionándose; aumentará la conflictividad social en torno a tarifas, seguridad y servicios; y el país podría enfrentar una menor ejecución del gasto de capital junto con retrasos en obras críticas.
El riesgo de que se erosione la gobernabilidad es real y crece cuando se combinan el enojo moral (corrupción impune), la ansiedad económica (ingresos insuficientes) y la sensación de un Estado ausente (servicios que fallan). En ese caldo de cultivo, un liderazgo “outsider” puede prometer soluciones simples y culpar en bloque a “los políticos”. Es la típica salida populista.
Si el gobierno no muestra resultados verificables ni sanciones creíbles, la narrativa de que “todos son iguales” gana terreno. La población necesita sentir que la seguridad está garantizada, que los precios de la canasta familiar se estabilizan y que hospitales y escuelas funcionan eficientemente. Cuando los problemas se viven en el día a día, la oferta de “mano dura” o de un “borrón y cuenta nueva” se vuelve atractiva.
Si oficialismo y oposición se enfrascan en disputas sin ofrecer soluciones, el voto de protesta buscará otros caminos.
El mecanismo de ascenso del populismo está sólidamente documentado: escándalos por el manejo corrupto de los fondos públicos, sumados al deterioro de servicios básicos, generan indignación; ésta, a su vez, es capitalizada por líderes populistas que formulan promesas maximalistas y establecen un “enemigo” claro (la clase política, la prensa, el Poder Judicial, los extranjeros, etc.), al que responsabilizan de los grandes problemas del país.
El populismo prospera cuando la política promete mucho y entrega poco. La mejor vacuna no es un discurso contra el populismo, sino resultados concretos, reglas claras y respeto por los contrapesos institucionales.
Para reducir este riesgo es necesario producir resultados tangibles y visibles en salud, seguridad y servicios básicos. Además, se requiere garantizar que la integridad de la administración pública sea creíble; proteger el bolsillo de los ciudadanos evitando medidas insostenibles que solo den “pan para hoy y hambre para mañana”; ejercer la política con base en datos reales; y desde la oposición, evitar la lógica del “cuanto peor, mejor”.
Para estabilizar las expectativas y recuperar la confianza de los dominicanos en el sistema político, urge que el gobierno dé un salto cualitativo en integridad ética y en la calidad de los servicios públicos, con resultados visibles en los próximos meses. Si la inercia persiste, el país enfrentará un deterioro institucional con costos políticos, económicos y sociales. En este contexto, la oposición debe actuar con responsabilidad: la ciudadanía no solo sanciona lo que está mal, también premia a quien ofrece una salida creíble.