El engaño de los partidos políticos (I de III)

Marino Beriguete

En ninguna democracia digna de ese nombre debería ser posible que un partido político con apenas un cinco por ciento del voto nacional sea reconocido como “mayoritario”. Y, sin embargo, en este país ocurre. La ley electoral, con una candidez que bordea el cinismo, establece que cualquier organización que supere ese umbral minúsculo merece tal condición. Es un disparate semántico, una burla a la inteligencia colectiva y, sobre todo, un síntoma de una patología más profunda: el divorcio entre la voluntad popular y la arquitectura del poder.

Si la legitimidad de un presidente exige el famoso cincuenta por ciento más uno de los votos, ¿cómo justificar que con un insignificante cinco por ciento se acceda a los mismos privilegios que quienes movilizan millones de voluntades? La respuesta no es técnica ni filosófica: es política. El sistema no está diseñado para reflejar la voluntad ciudadana, sino para proteger a quienes ya están dentro, garantizarles visibilidad, recursos y poder, incluso si representan a una minoría marginal.

Esta contradicción convierte al término “mayoritario” en una farsa institucional. Las palabras importan. No solo comunican: construyen realidad. Llamar mayoría a lo que es minoría es falsear los hechos, distorsionar las jerarquías y fabricar legitimidad donde no la hay. Lo que la ley concede como premio por no desaparecer, el lenguaje lo consagra como si fuera una expresión genuina del respaldo ciudadano.

De ahí surgen los partidos satélites: agrupaciones políticas sin agenda, sin estructura, sin rostro. No buscan gobernar, ni siquiera convencer. Su razón de ser es táctica: negociar su apoyo, alquilar su sigla, servir de comodín. Se han convertido en comerciantes de poder, en mediadores de coyuntura, en bisagras de conveniencia.

Las consecuencias son corrosivas. El sistema político se convierte en un mecanismo de reparto. La competencia se vuelve ritual. Las ideas desaparecen. El clientelismo encuentra terreno fértil, porque la política se reduce a cuotas, favores y pactos entre cúpulas. En lugar de estimular la renovación, el sistema premia la persistencia sin mérito, la presencia sin propósito.

Y en medio de todo esto está el ciudadano, confundido, decepcionado, cada vez más alejado del proceso.

Vota con escepticismo, si es que vota. Su voluntad se diluye en un mar de partidos sin rostro, sin discurso, sin proyecto. La democracia, en vez de fortalecerse con su participación, se debilita con su desencanto.

No se trata solo de un problema técnico. Es una cuestión de ética pública. El voto, expresión fundamental de la soberanía popular, pierde sentido si su impacto no es proporcional a su peso. Cuando partidos con apenas un fragmento del apoyo nacional acceden a los mismos privilegios que verdaderas mayorías, se desfigura el principio democrático.

El artificio del cinco por ciento no es una simple cifra: es el símbolo de una estafa legalizada. Permite a partidos sobrevivir sin representar. Cobrar sin trabajar. Estar sin competir. Es la rendija por la que se cuela la mediocridad, el oportunismo y la permanencia sin escrutinio.

El ciudadano merece algo más. Merece que la palabra “mayoría” recupere su sentido: respaldo masivo, liderazgo claro, voluntad colectiva. No una simple estadística favorable. Hasta que la legislación no se reforme, hasta que no se exija a los partidos un verdadero peso electoral para acceder a privilegios del Estado, la democracia dominicana seguirá atrapada en su farsa.

Sí, díganme que exagero. Que aún existen partidos con principios. Que todavía hay quienes creen que la política debe servir a la gente y no al partido.

Demuéstrenme que estoy equivocado.

El Caribe

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