Política social, discrecionalidad y transparencia
Temístocles Montás
Si hay algo que pone de manifiesto la falta de transparencia del actual Gobierno en el manejo de los recursos públicos es la práctica reiterada del señor Tony Peña Guaba, coordinador del Gabinete de Política Social, al distribuir personalmente los 1,500 millones de pesos de los bonos navideños establecidos para beneficiar a familias humildes. Imágenes de Peña Guaba realizando estas entregas han sido difundidas con entusiasmo, como si se tratara de un gesto de cercanía y sensibilidad social. Sin embargo, lo que a primera vista parece un acto de solidaridad plantea preocupaciones relevantes desde la óptica de la transparencia, la institucionalidad y la correcta administración del erario público.
La pregunta es inevitable: ¿Puede considerarse transparente que un funcionario reparta, de manera personal y discrecional, beneficios financiados con fondos públicos? ¿Quién garantiza que ese funcionario no retiene una parte de los recursos destinados a esos bonos? Estas interrogantes no surgen de la malicia, sino de la falta de mecanismos que permitan descartar irregularidades. En un Estado democrático, la transparencia no descansa en la confianza subjetiva, sino en la trazabilidad, la documentación y el control institucional.
Durante dos décadas, nuestro país ha avanzado hacia sistemas más robustos de asistencia social: el padrón único del Siuben, los pagos electrónicos de la ADESS, los procesos de verificación cruzada y las auditorías de la Contraloría y la Cámara de Cuentas. Todos estos instrumentos se diseñaron para reducir la discrecionalidad, profesionalizar la política social y disminuir riesgos de corrupción o manipulación. Por eso, observar a un funcionario distribuyendo sobres o tarjetas como si se tratara de bienes de carácter personal constituye un claro retroceso.
La práctica del señor Peña Guaba no sólo debilita los controles básicos del gasto social; también genera confusión entre la función pública y la construcción de capital político. Cuando un alto cargo aparece entregando recursos a personas vulnerables, la línea que separa la asistencia institucional del proselitismo se vuelve difusa. Ello abre espacio a favoritismos, distorsiona la competencia electoral y transforma fondos públicos en herramientas potenciales de beneficio político.
El problema no es únicamente ético; es también operativo. La entrega discrecional impide verificar cuántos bonos fueron asignados, cuántos llegaron efectivamente a manos de los beneficiarios, bajo qué criterios se seleccionaron y qué parte de los fondos pudo quedar sin distribuir. Sin estos elementos, el proceso se vuelve, por definición, inobservable para fines de auditoría. Y aquello que no puede auditarse siempre despierta dudas razonables. Ni organismos independientes, ni la ciudadanía, ni siquiera el propio gobierno pueden demostrar que cada peso alcanzó su destino previsto. La personalización de la entrega convierte un programa público en una relación particular entre quien entrega y quien recibe.
Tampoco puede ignorarse el contexto político. En un país donde la utilización de beneficios estatales para captar apoyos ha sido una práctica que la sociedad ha tratado de superar, regresar a mecanismos que dependen de la intervención directa de un funcionario resulta preocupante. La pobreza y la vulnerabilidad social no deben convertirse en instrumentos para fortalecer imágenes personales ni para suplir necesidades comunicacionales de un gobierno.
La política social exige criterios profesionales, impersonales y verificables. Esto implica procesos formales, mecanismos institucionales de entrega, sistemas electrónicos trazables y la eliminación de la discrecionalidad. No basta con que el gobierno afirme que actúa correctamente; la confianza pública requiere garantías verificables, no declaraciones.
La pregunta de fondo es sencilla: si un funcionario puede entregar personalmente bonos navideños, ¿qué impide que retenga parte de ellos sin que nadie lo advierta? La transparencia exige que estas dudas no tengan espacio para surgir. Mientras la política social dependa del “favor” de un funcionario y no de instituciones sólidas, estas inquietudes seguirán presentes.
La Navidad es un tiempo de solidaridad, pero también un recordatorio de que la dignidad de las personas más vulnerables no debe instrumentalizarse. El Estado tiene la obligación de actuar con rectitud, sin opacidad y sin protagonismos individuales. La transparencia no es un gesto decorativo: es un compromiso democrático que debe cumplirse todo el año.
Sería bueno saber lo que opina doña Milagros Ortiz Bosch, directora general de Ética e Integridad Gubernamental.

