La lucha contra la corrupción y el rasero político
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Cuando los organismos internacionales -FMI, BID, BM, CEPAL, Transparencia Internacional, etcétera- enfocan y analizan el fenómeno corrupción todos parten de una premisa histórica: el flagelo es estructural, sistémico y global. De modo, que no hay realidad geográfica-cultural en donde, de alguna forma, el fenómeno no se exprese de una u otra forma. Por supuesto, tal premisa no es una excusa o un consuelo para ningún país o gobierno justificarse y no emprender ninguna acción contra la corrupción y sus actores que van desde los mismos gobiernos, políticos, empresarios, sistema judicial, ejecutivos, banqueros, burócratas-técnicos; y otros poderes fácticos. Lógicamente, hay que diferenciar los niveles y tolerancia hacia la corrupción en sociedades altamente desarrolladas y aquellas en vía de desarrollo.
Recuerdo que en el 2018-Perú, el tema central de esa Cumbre de las Américas fue “Gobernabilidad Democrática frente a la Corrupción”, y se partió de un enfoque novedoso: Corrupción pública-privada, precisamente porque no hay corrupción pública, al menos a gran escala, sin la participación del sector privado nacional o internacional -por ejemplo, Odebrecht-, pues en cada acto de corrupción intervienen actores estatales públicos y privados; y desde variadas instancias, sin excluir la esfera castrense, policial y judicial.
Sin embargo, en Latinoamérica la clase política -con razón o sin ella- ha cargado con toda la responsabilidad y estigmatización pública del flagelo, pues solo ser político es sinónimo de “ladrón” y cada cierto tiempo surgen gobiernos que toman, como eje central de sus acciones, la lucha contra la corrupción casi siempre obviando o disociándola de la privada; o cuando no, a modo de selectividad política que, al final, termina en un circulo vicioso que en nada, a largo plazo, beneficia a ninguna sociedad, pues una vez el gobierno de turno abandona el poder, el que llega -y peor, si es el que estaba anterior- inicia el ciclo de ajusta cuentas y caemos en una noria nociva. Y es por una razón básica: porque la lucha frente al flagelo de la corrupción pública-privada debe pasar por un acuerdo, así sea mínimo, de todos los actores que participan de ella (partidos, empresariados, ejecutivos, burócratas, baqueros, justicia, etc.); de lo contrario, tendremos luchas cíclicas, y sin compromiso sistemático-institucional, contra el fenómeno.
Por ello, a mi entender, la lucha contra la corrupción, en los países en vía de desarrollo, debería operar como una Comisión de la Verdad -al menos en su etapa inicial- que examine todos los crímenes de corrupción pública-privada -sin banderías políticas- contra los bienes públicos. Pero, además, crear un currículo educativo en procura de la formación de un nuevo ciudadano que repele y rechace tales prácticas.
Otra arista del problema es su enfoque y divulgación en los medios -sobre todo, cuando de la instrumentalización judicial se pasa a la acusación y enjuiciamiento-. Ahí, los medios y los actores judiciales tienen que ser sumamente cuidadoso para evitar que la condena mediática -o percepción pública inducida- no se lleve el principio de presunción de inocencia y garantía al debido proceso.