Adiós, maestra Ivonne Haza, continúa viva en nuestro corazón
Ignacio Nova
Ivonne Haza pisaba la tierra como lo hacen los ángeles. Y todos sabemos que fueron creados para ir tras las voluntades de Dios. No importa cuál en sus aprehensiones utilitaristas se bosqueje y adopte. Este que Ivonne me mostró y había aprehendido, imaginado y obedecido sólo dialogaba desde el amor. Habitaba las cosas y en las personas. Uno terapéutico, bálsamo sobre el Ser. Quizás por eso ella es tan infinitamente amorosa, me dije. Y en el trato que me dio, lo confirmé.
Su espiritualidad nos acercó. Y su pasión por la música, mucho más. Nunca conocí a alguien que persistiera tanto en ese deseo de culturizar musicalmente a la gente, al pueblo. Y hacerlo con lo propio: su cuerpo, recursos y voz. En entregas solidarias y desinteresadas. Cantaba como niña queriendo agradar a sus padres: su gente y nación. Lo hacía desde adentro. Con destreza, sentimiento y energía. Con una potente voz.
Sobre nosotros, pareciera que el Destino había echado sus dados para vincularnos en algún modo que nos era —a ambos— desconocido e improbable. Entró a mi vida por las vías del agradecimiento. Indirecto pero completamente esencial para mí: mi hermano Basilio. Le abrió las puertas del Teatro Nacional durante su paso por la dirección artística de esa institución en los ochenta. Aunque yo había estudiado en Bellas Artes, no tuve el placer de conocerla allí. Fue por la ayuda que dio a Basilio que la conocí. Y fue allí, en el Teatro Nacional. Una tarde de un día cuyos pormenores he olvidado. Bajaba las escalinatas y me pareció una de esas actrices parisinas. Su calidad de dama imponente y glamorosa fue lo primero que admiré.
Ivonne Haza era mucho más.
Profesaba una espiritualidad que pocos conocieron. Y en ella hacíamos causa común. Un compromiso de andar sobre la tierra en los términos de Jesús: corderos entre leones. Ella lo hacía a la perfección. Sutil, elegante, discreta, paciente y persistente. Su compromiso con las arte la encumbró a ser, de hecho, la primera ministra de cultura nacional. Bella, inteligente, talentosa y hermosa, supo vender a los ejecutivos de la Codetel de finales de los ochenta la idea de un departamento cultural dentro de las relaciones públicas institucionales. Una vez adentro, hizo mucho más: involucrar y entrenar en arte a los empleados de esa empresa. Lograr que los ejecutivos lo consintieran. De pronto Bellas Artes tuvo un competidor-aliado formidable que, en términos de acciones a favor de la cultura, la superó: Ivonne Haza con sus grupos artísticos de Codetel logró alcance y relevancia nacionales.
Danza, teatro, pintura y, naturalmente, música —lo suyo— encontraron albergue en una institución cuya misión era producir ganancia a sus socios. Tanto impacto causó con el envío de ese contingente de paz, amor, diversión y civilidad hacia las comunidades, que obtuvo un trato preferencial y de dignidad para los miembros de sus agrupaciones por los gestores de los recursos humanos codetelianos. De pronto el arte se hizo cuerpo y carne, ahí.
Nuestro secreto vínculo era ese: el compromiso con el arte, la cultura y su difusión. El compromiso con heredar a los más jóvenes un país mejor.
El talento, que Ivonne Haza no regateaba a quien lo poseyera, la predisponía a la colaboración. Pudo ser una persona soberbia por su reconocimiento, procedencia y estatus sociales. O la caza talentos que de hecho fue. Virtuosos para la cultura y la sociedad. Prefirió ser maestra de la cultura y del compromiso social. Y siempre vivir de su trabajo, con dignidad, incluso dictando clases de música a particulares.
Había tanta bondad en su alma que me contagió, profundamente, como si me instruyera desde entonces a no dañar la más insignificante existencia natural o social. Así me conquistó. Me hizo suyo sin tocarme. Me arrastró hasta ella y desde entonces nunca dejé de admirarla, quererla ni escucharla cantar. Aprendí tanto de ella que desde entonces supe de la inutilidad de los egoísmos y las trapisondas contra el talento. Siempre hay una puerta por la que puedes escapar, me dijo un día, cuando me hablaba de sus proyectos con el cantante lírico Frank Lendorf. Esa puerta es trabajar y trabajar, recalcó.
A su paso por dirección general de música del Ministerio de Cultura de 2000 al 2004, patentizó esa solidaridad: casi conminó a sus superiores a recuperar las bandas de músicas provinciales del país, en extinción y hoy extintas. Recibió poco apoyo. Apenas le nombraron un ayudante. La beocia que fuñe la cultura no le permitió avanzar más que dos o tres pasitos. Insistió. Hasta que todo pasó.
Tras anteayer, cuando supe de su fallecimiento, me embargó el dolor.
Habíamos estado en contacto los últimos meses; hablando telefónicamente. La llamé para saber cómo estaba en medio de la pandemia de la Covid-19. Agradecí en silencio el esfuerzo que le costaba hablar. Admiré la fuerza de voluntad con que asumía el reto de no dejarse vencer por esa dificultad. Ella reía, al no poder recordar a tiempo lo que necesitaba o no encontrar las palabras exactas para expresarse. La sentí fuerte y determinada. Cariñosa. Hablamos largo tiempo. Lamentando, ambos, la tendencia desculturizante en avance en el país. Su ¡Qué cosa! ante esa escalada involutiva que avanza, buscando cercenarnos. El imperio de la perversa mediocridad. No sé por qué la imaginé, con esa personalidad imponente en su mansedumbre, hablándome, como siempre de arte, de paz, de justicia social y del amor. Eran los temas más caros para Ivonne Haza conmigo, muchas veces compartidos en su pequeño apartamento de la Ave. Luperón. Recientemente, me compartió varios videos con interpretaciones de piezas orquestales que le despertaron la nostalgia. Su música seguía en ella. Bella e inalienable compañía.
Su integridad era imponente. Su solidaridad y amor por la gente buena y humilde, mayor. Su desprecio por los elitismos y espíritus dañados la hizo ante mí un modelo, que aún sigo comprometido a emular.
Descanse en paz, Maestra. Continúa viva en nuestro corazón.