Chile: más allá del mito de la constituyente

Flavio Darío Espinal

Los resultados del plebiscito constitucional en Chile, con una mayoría abrumadora a favor del rechazo a la nueva Constitución, ha planteado serias interrogantes sobre un proceso que, originalmente, fue concebido como la salida a una profunda crisis social que estremeció el sistema político chileno. Como se ha mencionado tantas veces estos días, el proceso constituyente chileno fue la respuesta inteligente en su momento, pero en último término fallida, al impactante estallido social que tuvo lugar en ese país en octubre de 2019 que llevó a las calles a millones de chilenos por quejas y demandas insatisfechas, si bien grupos minoritarios recurrieron a la violencia que en alguna medida empañó ese movimiento social.

Ante un gobierno de derecha encabezado por Sebastián Piñera cuya única respuesta en esa difícil coyuntura fue la represión brutal de los carabineros, lo que, a su vez, atizó aún más las protestas, un grupo de líderes de diferentes partidos políticos llegó al acuerdo de propiciar un proceso constituyente que sustituyera la ya deslegitimada Constitución de Pinochet no obstante esta haber sido reformada decenas de veces. Gabriel Boric, un joven diputado de izquierda, fue uno de los propiciadores de ese acuerdo, con lo que mostró sentido de responsabilidad y madera de estadista aunque al precio de recibir el repudio de sus propios seguidores que lo consideraron un traidor de las masas movilizadas a favor de cambios profundos en la sociedad chilena.

Como argumentó esta columna al comienzo de ese proceso, poco tiempo después de ese acuerdo político que hizo posible que cedieran las grandes manifestaciones y que Piñera pudiera terminar tranquilo su desgastado gobierno, la constituyente se convirtió en un mito en el sentido en que lo concibió George Sorel a principios del siglo XX en su libro Reflexiones sobre la violencia. Esto es, la constituyente se convirtió en el espacio simbólico o significante flotante que sirvió para condensar una multiplicidad de demandas sociales y políticas que no tenía un punto de referencia común dado el hecho de que ninguna fuerza política tenía la hegemonía del movimiento social.

Esta carga simbólica de la constituyente generó una subjetividad pocas veces vista en América Latina, lo que se expresó en el gran respaldo que recibió la consulta para decidir si llevar a cabo o no un proceso constituyente que, se esperaba, generara una nueva Constitución que pusiera fin, simbólicamente hablando, a la Constitución pinochetista y marcara el comienzo de un nuevo ciclo político más incluyente y participativo. Debió de ser muy frustrante para las fuerzas sociales y políticas que propiciaron las protestas y empujaron por el cambio político-constitucional que el 62% de los electores rechazaran el texto que aprobó la Asamblea Constituyente.

Visto desde la distancia, se pueden identificar dos errores fundamentales. Uno fue que, cargados con esa subjetividad de cambios que se articuló en torno al mito constituyente, las fuerzas políticas no fueron capaces de entender que era necesario un siguiente acuerdo que pudiera encauzar ese proceso dentro de parámetros que evitaran la deriva hacia cualquiera de los extremos. Tal vez no había condiciones para hacer un acuerdo político en esa coyuntura por el rechazo que estaban recibiendo los partidos tradicionales, pero las experiencias de otras transiciones han dejado claro la importancia de los pactos especialmente cuando se trata de definir las reglas fundamentales del sistema político.

El segundo error se deriva del anterior. La Asamblea Constituyente no se integró con una representación política estrictamente hablando sino con una amalgama de grupos e individuos que en muchos casos respondían solo a ellos mismos, lo que fue produciendo un extrañamiento de amplios sectores sociales respecto de lo que ocurría en la constituyente. Los sectores más radicales de la constituyente quisieron llevar los cambios más lejos o más rápido de lo que la sociedad chilena podía absolver, lo que fue un gran error político que suelen cometer quienes asumen procesos de este tipo con grandilocuencia redentorista y sin sentido alguno de los límites que imponen la historia, la cultura y la configuración político-social en general. Por supuesto, la enorme inversión de recursos en contra del proceso constituyente, incluyendo las mentiras y tergiversaciones de los fake news, no puede subestimarse, pero algo así no hubiera ocurrido con la misma intensidad si los actores políticos relevantes hubiesen llegado a acuerdos que se plasmaran en un nuevo texto constitucional.

El presidente Boric mostró de nuevo su madera de estadista la noche del plebiscito. Con talante democrático y civilista aceptó la decisión del pueblo y convocó a un diálogo que pudiese conducir a acuerdos fundamentales de reformas al sistema político que cuenten con el respaldo de la gran mayoría de los chilenos. Podría decirse que es el momento de ir más allá del mito de la constituyente. En esa tarea él seguro tendrá dos frentes opositores: por un lado, su propia base de apoyo protagonista de las protestas de finales de 2019 que quería -y sigue queriendo- cambios profundos al sistema; y por el otro, la derecha política que, habiendo salido del poder completamente desgastada, querrá convertir este proceso en una victoria propia y hacerle la vida imposible al joven presidente chileno. La extrema derecha sabe hacer esas cosas como la propia historia chilena ha puesto de manifiesto.

No obstante, el estremecimiento que significó el resultado del plebiscito abre una nueva oportunidad para reencauzar el proceso constitucional que desemboque eventualmente en una nueva Constitución que cuente con un amplio respaldo de la sociedad chilena, así como para avanzar en reformas económicas y sociales necesarias que no pasan por lo constitucional pero que son reclamadas legítimamente por amplios sectores sociales que se sienten excluidos de las grandes bonanzas que ha generado el crecimiento económico chileno de los últimos treinta años. Boric tiene el gran desafío de encontrar, o más bien construir, un centro vital en el que confluyan múltiples sectores de diferentes enfoques y sensibilidades capaces de sostener el impulso progresista-reformador pero sin dislocar las bases de la gobernabilidad democrática que ha caracterizado a la sociedad chilena desde el fin de la dictadura.

Publicado originalmente en Diario Libre

Comentarios
Difundelo
Permitir Notificaciones OK No gracias