Con Patricia la danza se vuelve eterna

Por DAGOBERTO TEJEDA ORTIZ

Desde que se inició la humanización de los primeros hombres y mujeres en el planeta, comenzó una comunicación colectiva, una estrecha relación con el medio ambiente y con lo sobrenatural, a través del surgimiento de  la música, el baile y la danza, como recreación y como ofrenda a los dioses. Tanto el baile como la danza, eran manifestaciones espontaneas, libres, sin  normas  ni reglas.

Con el tiempo, se fueron dividiendo y asumiendo sus propias identidades, aunque ambas realidades implicaban una expresión corporal de totalidad: el baile asumió esencias recreativas espontaneas, con total libertad, sin coreografías diseñadas, con improvisaciones, mientas la danza se convirtió en una expresión ritual de esencias espirituales y expresiones artísticas, con un guion coreográfico y una dimensión esteticista.

En la medida que el arte iba convirtiéndose en un abanico de especificaciones artísticas, la danza se convirtió en un espectáculo para el disfrute de las élites y los bailes se integraron al folklore y a la cultura popular.  Realmente en estos dos caminos: el folklore como expresión espontanea se integró en la oralidad y la danza en una dimensión académica, artística, con una coreografía diseñada y un guion preestablecido, sin perder sus contenidos mágicos, subliminares y espirituales.

La misma danza no variaba, su característica de identidad era su permanencia, el control de su estructura y la admiración de cada una dependían de la entrega, pasión y expresión de sus protagonistas.  Todas las bailarinas y bailadores adquirieron un sello particular, redefiniendo con su actuación, los alcances de cada danza.  De ahí, que la personalidad, el carisma y la identidad de cada participante, marcaban un momento y una época.

En nuestro medio, los bailes folclóricos desaparecidos o en extinción son apropiados por los grupos de ballet folclóricos, que realmente no son “ballet”, ya que en realidad son grupos recreadores del folklore y las danzas, pertenecen a las academias, con rigurosidad pedagógica-educativa, con diferentes niveles de formación, con  exigentes entrenamientos y conocimientos artísticos-literarios.  La rigidez de la formación es tan exigente que sobreviven las o los escogidos, las o los sobresalientes,  poseedores de privilegiadas cualidades, que son la minoría.

En nuestro país, por irracionales políticas culturales, la danza ha sido el privilegio de las elites, distantes de las raíces, la identidad nacional y los pueblos.  Con hermosas excepciones, la mayoría de los espectáculos de danzas, los montajes y los contenidos  han sido copias de producciones extranjeras, sin adaptaciones, donde la mayoría terminan siendo  extrañas a nuestra realidad.

Patricia Antonia Ascuaciati Domínguez, fue la ruptura y la redefinición de esta visión en nuestro país.  Cuando nació, el médico se asustó: Esta niña, en vez de llorar o abrir los ojos en silencio, entró una luz bendita por la ventana de la clínica y comenzó a bailar.  ¡Había nacido una artista, una bailarina de trascendencia, de cualidades excepcionales, de dimensiones divinas!

Desde pequeña, sin mucho esfuerzo, Patricia bailaba sin parar, en la casa, en la academia, en la escuela, en las calles, en los parques y en las iglesias, porque estaba llena de espiritualidad, amor y de pasión por la danza, con la cual deliraba. ¡Ese era su mundo!

Patricia creció, se convirtió en la primera bailarina del Ballet Nacional.  Era impactante, impresionante, carismática, única e irrepetible.  Patricia se transformaba en el escenario, entraba en trance de espiritualidad y de energías artísticas que la fascinaban y la transportaban a dimensiones estéticas sobrenaturales, contagiando a todo el mundo.  En cada presentación de la misma danza, era diferente, vivía su personaje, siempre era otra. ¡Patricia era una escogida, un ser de luz que irradiaba armonía, paz y tranquilidad!

Su generosidad era desbordante, su obsesión era la entrega de su arte a lo demás, darse, de ahí su vocación de maestra, de enseñar a los niños y a toda la juventud con vehemencia, dedicación y amor.

Lo mismo ocurrió con la producción de espectáculos, con su papel como actriz, en el cine y la televisión.  El arte era  parte de su pasión, su espíritu estaba diseñado para lo sublime, era un ser saturado de espiritualidad, de sensibilidad, de ternura, de amor, enamorada de la magia y de la fantasía.

Patricia era para Silvio Rodríguez un ser de la vía láctea que convivía con luceros y estrellas. Suspiraba en los amaneceres y temblaba en los atardeceres. Más que un ser humano excepcional, Patricia vino a cumplir una misión a nuestra sociedad.  Su vida era una ofrenda y su sonrisa era una bendición.  Vino a enseñarnos la dignidad del ser humano, la belleza de la naturaleza, los secretos del arte, el embrujo del amor y la relación mágica con lo sobrenatural.  ¡Cumplió su misión, no escogió el camino para irse, pero se marchó sin decir adiós!

Cada vez que vea una danza, en el Palacio de Bellas Artes o en cualquier lugar, cada vez que me encuentre en cualquier carnaval y donde quiera que aflore una expresión de nuestra identidad, sé que Patricia está allí, llena de vida y de emoción, escondida en la tentación de la alegría, sonriente, realizándose, feliz con la música y la danza. No importa donde esté, en cualquier galaxia o en el cielo, su ausencia está prohibida en todas las manifestaciones folclóricas y de la cultura popular.

Por eso, Patricia no murió. Los seres humanos con luz como ella no mueren jamás. Solo partió para otra dimensión de la existencia, para otra forma de vida. Patricia vive en el corazón de su pueblo y en los luceros de la historia. ¡La danza vive, porque ella es la danza! ¡Patricia murió para nacer!

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