Donde Europa tiene trenes, EE. UU. tiene autopistas y arrepentimiento
Por Dan Richards
Richards vive en Edimburgo y es autor del libro de próxima publicación Overnight: Journeys, Conversations and Stories After Dark.
The New York Times
Qué civilizado es tomar un tren, disfrutar de una comida a bordo y luego irse a la cama en un acogedor camarote mientras el mundo iluminado por la luna pasa zumbando.
Recientemente, he subido a trenes nocturnos en Bruselas y desembarcado en Viena; he dicho “gute Nacht” a Munich y “buongiorno” a Venecia. Más cerca de casa, el Caledonian Sleeper reduce el trayecto de 643 kilómetros entre Londres y Edimburgo a prácticamente una siesta; además de la cena, la copa y el desayuno en el camino.
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Tales viajes son posibles a ambos lados del Atlántico, pero el futuro y el destino de los trenes nocturnos en Europa y Estados Unidos van por caminos muy diferentes.
En 2025, la red europea de trenes nocturnos ha experimentado un renacimiento. Revitalizada en la era del flygskam (palabra sueca para referirse al sentimiento de culpa climática asociado a las emisiones de los viajes en avión), la creciente oferta de rutas nocturnas del continente pretende competir con los vuelos cortos en velocidad, costo, comodidad e impacto climático. La Unión Europea tiene planes para duplicar el tráfico ferroviario de alta velocidad para 2030 y conectar todas las ciudades grandes del bloque.
Pero mientras Europa adopta el tren nocturno, Estados Unidos parece caminar como sonámbulo hacia un callejón sin salida en el transporte, recortando la financiación de las infraestructuras públicas y despidiendo a trabajadores del transporte. El transporte público de larga distancia en Estados Unidos podría estar dirigiéndose inexorablemente hacia una elección binaria: rápido, exclusivo y desastroso para el medio ambiente, o lento, tortuoso y destartalado.
Por supuesto, Estados Unidos ha sido esclavo de los coches durante mucho tiempo. “¿Adónde vas, Estados Unidos, en tu reluciente auto en la noche?”, preguntó Jack Kerouac en su novela En el camino. En 2025 la respuesta parece ser a casa, o al aeropuerto local.
Ya esfumados muchos compromisos climáticos y protecciones medioambientales, en el segundo mandato del presidente Donald Trump el camino parece claro: más coches, aviones y cohetes que devoran gasolina. El sistema ferroviario nacional es considerado un caso perdido (como el sufrido Amtrak) o un elefante blanco mal gestionado (como varios proyectos de tren de alta velocidad que están parados).
Una de las razones es la identidad de Estados Unidos como tierra de libertad individual, una idea encarnada por el automóvil de mediados del siglo XX. Está claro que no ha servido bien a Estados Unidos. En un estudio de abril, “¿La dependencia del automóvil hace que la gente esté insatisfecha con la vida?”, los investigadores destacaron la correlación entre los niveles altos de dependencia del automóvil y un desplome de la felicidad y la salud mental de los conductores estadounidenses. Lejos de ser máquinas de ensueño libres, ahora los coches pueden representar dolores de cabeza y pesadillas, una necesidad deprimente en una atestada tierra con pocas alternativas.
Sin embargo, en lugar de invertir en formas de ayudar a la gente a dejar el coche en casa, la respuesta típica de Estados Unidos a la aglomeración ha sido construir más carriles y autopistas. En una nación donde el coche es el rey, no es de extrañar que a menudo se presenten más autopistas como el único camino.
Renovar y construir nuevas redes ferroviarias y de metro parecerían una forma obvia de avanzar, pero en lugar de invertir en esas infraestructuras, Estados Unidos a menudo opta por gastar millones, si es que no miles de millones, en proyectos ambiciosos que no están probados, carruseles urbanos de nicho o extravagantes aviones supersónicos de pasajeros. Elon Musk, el gurú tecnológico en jefe de Estados Unidos, ha dejado constancia de su entusiasmo por la impresionante red de trenes bala de China, mientras desprecia los ferrocarriles estadounidenses como una vergüenza nacional. Resulta irónico viniendo de un hombre cuyo Hyperloop —un sistema teórico de transporte de alta velocidad que ya fue archivado— sedujo y distrajo muchas inversiones potenciales de sistemas de transporte comprobados en todo Estados Unidos.
Los secretos de la fantásticamente exitosa matriz china de ferrocarriles de alta velocidad están claros: una visión consistente, la valentía de una convicción, un exitoso despliegue a escala nacional y, lo que es crucial, una financiación adecuada.
El único sistema de transporte que Musk ha construido con éxito es una serie de túneles bajo Las Vegas por los que circulan sus vehículos Tesla, muy parecidos a un servicio ferroviario subterráneo, solo que, de momento, mucho menos eficientes. En ambos casos, la capacidad parece risiblemente limitada: poco más de un par de decenas de pasajeros por cápsula de Hyperloop y sedanes con capacidad para cinco personas en rotación.
También está el actual impulso para revivir los aviones supersónicos de pasajeros. Boom Supersonic, la empresa estadounidense que sigue la estela del Concorde, espera que su concepto de 64 asientos despegue intentando sortear algunos de los puntos de fricción que dejaron a su predecesor en la tierra: la demanda, el precio y la normativa.
Estos sueños son atractivos para quien puede permitírselos, pero dejan atrás a la inmensa mayoría. Prevalece una mentalidad exclusiva y miope. Sean cinco o 64 asientos, una capacidad tan limitada no moverá Estados Unidos.
En la era de los multimillonarios que hablan de futuros balísticos más allá de este planeta, es fácil descartar las tecnologías antiguas y poco financiadas como sistemas que piden ser sustituidos. Los primeros ferrocarriles también tuvieron su dosis de bombo tecnológico propio del siglo XIX, pero siempre se construyeron para el transporte de masas.
Los trenes, sinónimo de comunidad, conexión y propósito compartido —la “coincidencia de viaje” del poema de Philip Larkin “Las bodas de mayo”—, permiten reuniones fortuitas y breves encuentros con compañeros de viaje. (Probablemente debería declararme como alguien que no conduce y disfruta conocer y hablar con desconocidos).
El ferrocarril, que en su día era la glamurosa opción preferida de viajeros ricos y pobres, fue un elemento esencial de la cultura del siglo XX, entretejido en los mundos del Poirot de Agatha Christie, el James Bond de Ian Fleming y los personajes de las películas de Alfred Hitchcock. En Treinta y nueve escalones, La dama desaparece y Pacto siniestro, a Hitchcock le encantaba el tren por su poderosa colisión de velocidad, romance e intriga, un elenco definido de pasajeros pero peligros desconocidos.
Pero una vez que se puso en marcha la era del jet y cambiaron los hábitos de viaje, los thrillers de trenes cedieron el paso al género, generalmente menos satisfactorio, de las películas de acción de aviones. Mientras tanto, los ferrocarriles estadounidenses cayeron en picada.
En Europa, los trenes son la respuesta antigua y nueva: la comodidad del viejo mundo unida a un material rodante nuevo y más rápido. El trayecto en coche entre Londres y Berlín, por ejemplo, dura unas 12 horas. Los trenes más rápidos te llevan en menos de nueve. En cambio, el recorrido de 13 horas en coche entre Nueva York y Chicago se traduce en unas 20 horas aproximadamente en tren.
Los europeos tenemos trenes nocturnos con cama porque valoramos la infraestructura, y nos beneficia a todos. La perspectiva de ese tipo de compromiso para 50 estados, tan dependientes de sus autos y aviones, cambiaría las reglas del juego. Por muy grande que sea Estados Unidos, por muy dividido que esté sobre el futuro, los ferrocarriles revitalizados ofrecen una alternativa para salir adelante. Atravesar el país de día o de noche, ver pasar la nación y hablar con tus conciudadanos y con desconocidos en el camino: sin duda no hay mejor momento para redescubrir y reconstruir ese sueño americano.
The New York Times