El canal / El país

Cristóbal Rodríguez Gómez

Las obras para la construcción de un canal al otro lado de la frontera: i) con la finalidad de desviar el cause del río Dajabón, ii) llevadas a cabo de manera unilateral, iii) por grupos privados y, iv) con objetivos de comercialización, constituye un acto agravado de violación del tratado de 1929, en cuyo artículo 10, República Dominicana y Haití se comprometen a «no hacer ni consentir ninguna obra susceptible de mudar la corriente» de los «ríos y otros cursos de agua (que) nacen en el territorio de un Estado y corren por el territorio del otro, o sirven de límite entre los dos estados.»

Importa empezar por reconocer que, contrario a lo afirmado por algunos sectores de la opinión pública, el gobierno dominicano, a través de la Cancillería, nunca dio aquiescencia a la construcción del canal. En la «declaración conjunta» producida tras la «reunión binacional sobre la situación de las aguas transfronterizas del río Dajabón o Masacre» la representación nacional reconoció que «en base a las informaciones presentadas en el día de hoy por los representantes de la delegación de la República de Haití (…) la obra iniciada en el río Dajabón o Masacre para la captación de agua no consiste en un desvió del cauce del río.»

Sobre la premisa anterior, se acordó «seguir compartiendo informaciones relativas a todas las obras en materia hídrica realizadas y a realizarse en la zona fronteriza.»

Luego de varios intentos infructuosos de diálogo, y de un trabajo técnico de ponderación de la obra en proceso de construcción, el Canciller Roberto Álvarez Gil dirigió una comunicación diplomática, en fecha 6 de julio de 2021, al entonces Ministro de Relaciones Exteriores de Haití. Allí le comunica, entre otros muchos aspectos sensibles, no considerados en el proyecto -y lesivos para el interés de ambos países-, que «a pesar de la falta de información oficial, nuestros técnicos han podido verificar algunos aspectos críticos de la obra» entre los que destaca los riesgos de inundación derivados de la altura del canal en relación con el cause del río, que podrían devenir en catastróficas ante la ocurrencia de eventos hidrológicos extremos, como los que con cada vez más frecuencia propicia el cambio climático.

Sobre la base de consideraciones como la indicada, sostiene el Canciller dominicano que la construcción de la obra es una violación del Tratado de 1929, y manifiesta la posición oficial de que «el gobierno haitiano debe detener inmediatamente la construcción del canal.» Nada más lejos de cualquier noción de aquiescencia.

El conflicto ha ido escalando y los intentos diplomáticos del gobierno para lograr la paralización de las obras de construcción del canal han chocado de frente con una realidad paralela que gravita de manera decisiva sobre este diferendo: la inexistencia, en términos estrictos, de un Estado al otro lado de la línea fronteriza. Esta realidad hace inviable una interlocución institucional, pues sus actores en la parte haitiana, imposibilitados de hacer prevalecer la ley interna, carecen de los mecanismos para lograr que se respete la legalidad internacional.

Es tal la precariedad de la autoridad en Haití, que el jefe de las bandas criminales que mantienen a raya al gobierno, no solo ha declarado un resuelto apoyo económico y militar para la continuación del canal, según informa la prensa de hace dos días, sino que ha anunciado un golpe de Estado formal para hacerse con lo que queda fuera de su esfera de poder en Haití.

Lo anterior ofrece una perspectiva bastante más compleja del problema: el del canal es la manifestación, acaso en miniatura, de un conflicto mayor que puede resultar, en esta circunstancia, de la existencia de un país bajo control de la criminalidad. Una criminalidad que, sin pretensiones ideológicas de ninguna índole, pero bajo el efecto unificador interno que los conflictos internacionales suelen propiciar, puede terminar cohesionando a amplias franjas de la población haitiana entorno a una lógica de la sangre sin expectativa de redención.

Es justamente por la magnitud de lo probable, que a la población y al liderazgo sensato de uno y otro lado de la isla le toca rescatar hasta las últimas reservas de mesura para afrontar la situación que nos atañe. La unidad nacional tiene que estar orientada por la búsqueda de una solución pacífica, por la exploración de todas las vías diplomáticas, de todas las posibilidades de mediación y entendimiento posibles.

Para ello, se impone un ejercicio de reconocimiento recíproco, entre todos los actores, de que este país es de todos y que a todos nos importa. Que aquí no sobra nadie. Que las discrepancias sobre una determinada línea de acción del gobierno, o de cualquier otro sector, debe ser entendida como lo que es: el más elocuente signo de vitalidad de una democracia.

El intento de algunos sectores en nuestro país por dividir la sociedad dominicana entre «nacionalistas» y «traidores» debe cesar. No es verdad que son «neonazis» la inmensa mayoría de quienes piden regulación, más o menos estricta, de la migración; como no son «traidores a la patria» quienes piden respeto a los derechos humanos en la ejecución de los planes migratorios.

El conflicto del Canal, su naturaleza y complejidad no puede sofocar el debate público. Considero, aunque discrepo de algunas de ellas, que el gobierno tiene razones de peso para llevar adelante las acciones que ha implementado. También considero que son razonables muchos de los señalamientos que se le han hecho desde la oposición política y desde las voces críticas de la opinión pública. La discrepancia, la confrontación de los diversos puntos de vista expresados en la discusión pública, es la herramienta más depurada para alcanzar las mejores soluciones a los problemas que nos atañen a todos. Sofocarla, como pretenden algunos es, por definición, antidemocrático.

Nos toca entendernos. Después de todo, el conflicto del Canal se solucionará. Le sucederán otros, seguramente, pero República Dominicana y Haití seguirán ocupando sus respectivos lugares en la geografía insular. Seguirán necesitándose mutuamente. No podemos permitir que los discursos y las acciones extremas de unos pocos, nos lleven a profundizar las hostilidades entre dos naciones llamadas a colaborar y a entenderse. Ni a seguir sembrando la semilla de la división interna en nuestro país.

Quizá el tono, a la vez firme y mesurado, de las dos últimas comparecencias del Presidente Abinader -ante el país el lunes pasado, y ante las Naciones Unidas hace apenas dos días- pueda servir de ejemplo.

El conflicto ha ido escalando y los intentos diplomáticos del gobierno para lograr la paralización de las obras de construcción del canal han chocado de frente con una realidad paralela que gravita de manera decisiva sobre este diferendo: la inexistencia, en términos estrictos, de un Estado al otro lado de la línea fronteriza.

Diario LIbre

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