El constitucionalismo barroco y autoritario del régimen nicaragüense
Flavio Darío Espinal
El miércoles 29 de enero, la Asamblea Nacional de Nicaragua aprobó en segunda legislatura la reforma parcial de la Constitución que había originalmente aprobado el 22 de noviembre de 2024, uno de cuyos objetivos fue modificar el concepto y la estructura de la presidencia de la República. El binomio Daniel Ortega/Rosario Murillo, con un Poder Legislativo obediente a sus dictados, logró elevar a rango constitucional su relación político-personal con la insólita figura de una presidencia integrada por un copresidente y una copresidenta, pero sin decir cómo se producirá la toma de decisiones entre estos copresidentes, aunque hay que suponer que los constituyentes asumieron que entre ellos dos hay una comunión político-espiritual-marital sin fisuras y una identidad de pensamiento con relación a todos y cada uno de los asuntos sobre los cuales deban decidir.
El texto de la reforma constitucional es uno de los documentos más barrocos de la historia política y jurídica de América Latina, una región que, de por sí, está marcada por personajes exuberantes, líderes mesiánicos con excesos retóricos y experimentos políticos y constitucionales de todo tipo. En dicho texto se invoca desde los caciques indígenas hasta Toussaint-Louverture, Fidel Castro, el Che Guevara y Hugo Chávez, pasando por decenas de figuras, entre ellas Rubén Darío, Carlos Fonseca Amador, Tomás Borges, Pedro Joaquín Chamorro, el cardenal Miguel Obando Bravo y Roberto Clemente, entre muchos otros, en un intento de «apropiarse» discursivamente de una variedad de personajes históricos, muchos de las cuales seguro estarían hoy enfrentando el autoritarismo grotesco del régimen nicaragüense.
Con un lenguaje florido y carente de sustento real, el texto constitucional dice que el Estado nicaragüense se fundamenta en los valores cristianos, lo cuales «aseguran el amor al prójimo, la reconciliación entre hermanos y hermanas de la familia nicaragüense, el respeto a la individualidad y la diversidad sin discriminación alguna, el respeto e igualdad de derecho de todas de las personas, de todas las edades y de todas las capacidades», así como en los ideales socialistas, los cuales «promueven el bien común por encima del egoísmo individual, buscan la construcción de una sociedad incluyente, justa y equitativa en democracia directa y procuran acabar con la pobreza». Para constatar la falta de veracidad de esta fraseología hueca, sólo hay que pensar en el hostigamiento a la Iglesia católica, la represión a curas y obispos, el cierre de seminarios e institutos, así como en los cientos de nicaragüenses privados de sus derechos políticos, desterrados de su país y, como nunca se había visto, despojados sumariamente de su nacionalidad.
Además del barroquismo del texto constitucional, el cual parece más bien una pieza propia del realismo mágico, este establece una nueva forma de autoritarismo constitucional. Sobre la Presidencia dispone que esta «dirige al Gobierno y como Jefatura de Estado coordina a los órganos legislativos, judicial, electoral, de control y fiscalización, regionales y municipales, en cumplimiento de los intereses supremos del Pueblo nicaragüense y de lo establecido en la presente Constitución política». Esto quiere decir que los copresidentes -marido y mujer en este caso- coordinarán todos los poderes y órganos del Estado, lo que conlleva, en términos prácticos, la subordinación de dichos órganos a la voluntad presidencial.
En correspondencia con esa visión de una presidencia «coordinadora» de los órganos legislativos, judicial, electoral, de control y fiscalización, a los copresidentes les corresponde «proponer a la Asamblea Nacional, candidatos o candidatas para la elección de los magistrados y magistradas de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo Supremo Electoral; de los y las miembros del Consejo Superior de la Contraloría General de la República; del o la Superintendente y del o la Vicesuperintendente de Bancos y de Otras Instituciones Financieras; del o de la Fiscal General de la República y del o la Fiscal General Adjunto de la República» (sic). Por supuesto, si bien las personas propuestas por los copresidentes deben ser aprobadas por la Asamblea Nacional, cuando se tiene un control político e institucional tan fuerte, como es el caso, puede decirse que los titulares de esos importantes órganos del Estado serán designados por la pareja presidencial.
La Constitución tiene también una cláusula concebida para impedir que personas opositoras puedan llegar a la presidencia de la República. Dicha cláusula dispone que no podrán ser candidatos a copresidente o copresidenta «quienes violenten o hayan violentado los Principios Fundamentales contemplados en la presente Constitución Política». Así, sólo basta invocar, como en efecto ha ocurrido en los últimos procesos electorales, que un candidato ha atendado contra la soberanía, la autodeterminación nacional o la revolución para que se le despoje de su derecho a postularse a la presidencia de la República.
La historia de América Latina está llena de casos en los que existe una dicotomía entre lo jurídico-formal y la realidad político-material, esto es, no hay correspondencia, o la hay muy poca, entre lo que dispone la Constitución y lo que sucede en la vida política real. En el caso del régimen de Ortega/Murillo sucede algo distinto: la Constitución se ha diseñado a imagen y semejanza de la forma como la pareja presidencial ejerce el poder. Es decir, el texto constitucional en un instrumento político-jurídico que hace posible una legalidad que se corresponde con una manera particular de ejercer el poder: personalista, concentrado y autoritario. Cuánta decepción para tanta gente que, alrededor del mundo, se sintió inspirada por la Revolución sandinista, la cual prometió, en un momento verdaderamente épico en América Latina, construir una sociedad basada en la democracia, la libertad, el respeto a los derechos de las personas y la justicia social.
La historia de América Latina está llena de casos en los que existe una dicotomía entre lo jurídico-formal y la realidad político-material, esto es, no hay correspondencia, o la hay muy poca, entre lo que dispone la Constitución y lo que sucede en la vida política real.
En el caso del régimen de Ortega/Murillo sucede algo distinto: la Constitución se ha diseñado a imagen y semejanza de la forma como la pareja presidencial ejerce el poder.
Diario Libre