El espejo

José Luis Taveras

El espejo es una de las invenciones más antiguas. No hay acuerdo sobre el momento de su aparición. Se habla indistintamente de entre 6000 y 4000 años antes de Cristo. Se usó en las civilizaciones asentadas en Mesopotamia y en Egipto.  Obvio, en ese entonces eran objetos metálicos de bronce, cobre o plata que, con el pulimento más fino, reflejaban la luz.

Fue el químico alemán Justus von Liebig quien, aplicando una delgada capa de plata sobre la cara de un vidrio y otra opaca sobre la otra, inventó, en el 1835, la pieza que hoy conocemos. Entonces el espejo se hizo una especie de fetiche en la intimidad familiar.

Los espejos han sido símbolos vigorosos de la narrativa literaria, despertando devociones o desprecios. En ella representan puertas de entrada a mundos impensados, mágicos y paralelos, como en «Alicia en el País de las Maravillas» de Lewis Carroll o en «Jonathan Strange y el señor Norrel» de Susanna Clarke o en «Juego de espejos» de Robert Sheckley. Otras veces son imágenes de una severa conciencia moral incapaz de falsear, esa que se prefigura en el cuento «Blancanieves y los siete enanitos» de los hermanos Grimm, en cuya trama la bruja malvada, madrastra de Blancanieves, se obsesiona frente a un espejo con saber quién era la mujer más bella del reino. Y no era precisamente ella.

Para el escritor Andrés Ibáñez Segura el espejo es «el único objeto verdaderamente metafísico: que duplica el mundo, que crea un mundo paralelo; como el arte, como nuestra mente»; y enfatiza: «(…) del espejo surgen religiones, filosofías, leyendas, teorías mágicas o científicas, sentencias morales…».

Y es que este encantador objeto tiene el poder de la verdad, esa que no siempre queremos ver. No todos aceptamos su severo, concluyente e insobornable juicio visual. Recuerdo así a Clarice Lispector en la «Revelación de un mundo» (1984) cuando escribió: «No hay hombre ni mujer que no se haya mirado en el espejo y no se haya sorprendido consigo mismo».

En tiempos de redes y plataformas digitales, la cultura global vive el frenesí por el «espejo digital»: fotos, videos, filtros y animaciones de IA. Una proyección franca y desaforada de la intimidad. Poco se guarda; casi todo se publica. Predomina así un narcisismo desbocado por el físico y las expresiones plásticas. La imagen corporal se antepone a cualquier otra estimación meritoria para lograr la notoriedad o provocación. Se pierde, de esta manera, la reserva por lo privado como atavismo de viejas costumbres.

El develamiento sugestivo de la anatomía es parte de la erotización cultural que como corriente hedonista arropa la época. En una civilización más sensorial que racional, como la contemporánea, yace el deseo siempre inconcluso por seducir o atraer a diferentes tipos de admiraciones: desde el apetito sexual hasta la aprobación del éxito, ese que se construye artificiosamente en las redes. Tal adicción a la aclamación social o a salir de la invisibilidad expone las carencias de una sociedad insegura y ávida de autoafirmaciones.

Pero mientras el «espejo digital» incita al exhibicionismo como patrón de expresión de los tiempos, una buena parte de la clase política parece sufrir de catoptrofobia (miedo irracional a los espejos), conscientes de que si se vieran no se reconocerían. Y es que como escribía Ronald Laing: «Ni siquiera un espejo te mostrará a ti mismo, si no quieres ver».

Les aterra mirarse porque comprobarían que su talla está muy por debajo de la necesaria; que apenas saben comunicar lo básico; que arrastran con patéticas deficiencias comprensivas; que no tienen ni una errante idea de lo que supone dirigir un Estado; que muchas veces son construcciones postizas del marketing; que por más esfuerzos empeñados no logran proyectar la imagen que precisan; y que una militancia política o un cargo público no sirven para honrar la primera investidura cuando el dinero hace al funcionario o elige al diputado.

Necesitamos espejos para regalarles a algunos políticos. Esos que apenas tienen para confirmarse/autoengañarse un círculo de baratos halagadores que, como espejitos de lentejuelas, solo sirven para iluminar el ego. En la República Dominicana ya se cuentan veintitrés presidenciables a algo más de tres años de las próximas elecciones…

Diario Libre

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