El individualismo dogmático

José Luis Taveras

Las puertas del nuevo milenio fueron cruzadas por grandes ganadores. Triunfó el capitalismo como sistema de la propiedad privada, la riqueza basada en el capital y el poder del mercado; se coronaron las ideas democráticas fundadas en la soberanía del pueblo, las libertades individuales y la separación de los poderes públicos; dominaron las marcas comerciales como huellas digitales del mercado global; se impuso la cultura de consumo de las primeras economías; se entronaron las tecnologías de la información y la comunicación. Lo demás: grandes etcéteras.

Pero en el centro de ese inmenso ecosistema se destaca el producto premium de la nueva globalidad: el individuo. Hemos llegado a un momento en el que el sistema se ordena por y para el individuo. El Estado se rinde a las libertades fundadas en su diversidad; el mercado se ocupa de su realización productiva, la tecnología de su confort, la política de sus derechos y la religión de su redención eterna. Parece que el fin de todo y de todos es el individuo. Vivimos la glorificación extática de la libertad individual.

El individuo, aquello que en la concepción comunista “era el principio básico de la ideología y de la moral burguesas”, hoy es el centro de imputación de derechos positivos de última generación y la base de protección de la convivencia democrática. Somos parte de un orden individualmente colectivo en el que el individuo y los grupos son sujetos y objetos de todos los amparos.

Y no se trata del individualismo como puro constructo filosófico, tras la línea histórica de pensadores como Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, Kierkegaard o Nietzsche; es el pletórico levantamiento de toda una civilización articulada en la identidad, la libertad y la realización individual.

El individualismo ha trastornado concepciones universales como el arte, el género, la sexualidad, la moral y la libertad. Hoy se impone la idea de que el arte es todo lo que pueda expresar la creación individual, tenga o no trascendencia estética; el género y su identidad se imponen como la percepción que el individuo tenga de su propia identidad, al margen de su orientación sexual; la moral se percibe como una noción absolutamente subjetiva derivada de sus convicciones personales; la libertad, como la elección de todo lo que el individuo pueda querer, aspirar o le dé placer.

En otras palabras, el individuo decide qué es arte, qué género quiere, lo que es bueno o malo y la conducta que exhibe. Estos conceptos, que estaban determinados por una comprensión colectiva de base común y referencial, son abandonados a la total discreción del individuo. No es motivo de asombro, entonces, que en esa concepción nos acostemos creyéndonos mujer, nos levantemos como hombres, sintamos atracción sexual por los caballos y le pidamos al Estado reconocimiento jurídico por esas “definiciones”. Hoy, la idea de la libertad en la que se afirma el individualismo no es la basada en “la involucración efectiva en los procesos de toma de decisiones colectivas, sino la que implica la independencia del individuo frente a intromisiones arbitrarias en la esfera de su intimidad” (Alfonso de Julio Campuzano, 1996). En estos tiempos se afirma la “ética de la autonomía” que explica Pablo Malo (2021) en su obra Los Peligros de la moralidad, como aquella cuyo objeto es “proteger la zona de libre elección de los individuos en la persecución de las preferencias personales” y que se contrapone a la “ética comunitaria”, cuyo objetivo “es proteger la integridad moral de la comunidad”.

Uno de los grandes desafíos de las sociedades contemporáneas es poder reconocerle carácter de derecho a los inacabados reclamos de la subjetividad individual en un orden en que el individuo es centro y fin. Es que no pasa una década sin que emerjan nuevos colectivos de identidad que demanden la tutela de derechos sobre la base de su distinción con el resto de la sociedad. Ahora le corresponde a la sociedad adaptarse al individuo, y no al revés.

El resultado del individualismo dogmático es una sociedad fragmentada, superficial y con dificultades para poder recomponer el sentido de la identidad corporativa. Lentamente, los enlaces solidarios se diluyen y las necesidades del todo pierden interés y acciones colectivas. Esa tendencia se consolida en sociedades marcadas por la desigualdad, como la nuestra, en las que los que tienen las oportunidades, los medios y los accesos procuran soluciones individuales a problemas colectivos creando espacios cerrados de autosuficiencia.

Es posible resolver el problema de la seguridad personal o familiar con un vigilante privado, la educación con un buen colegio privado, la energía con un generador, el transporte con un vehículo, la salud con un seguro médico internacional, pero nada ni nadie podrá redimirnos del riesgo de vivir en un país sin instituciones operantes.

La vida en colectividad no se puede privatizar. Las sociedades no son meras yuxtaposiciones de intereses particulares: son articulaciones vivas armadas con valores, identidades, conexiones vitales y necesidades comunes.

Yascha Mounk, en su obra The people vs. democracy: why our freedom is in danger and how to save it, promueve la construcción y el desarrollo de una identidad colectiva, una especie de nuevo nacionalismo de corte liberal que concentre a los ciudadanos de manera inclusiva y proyecte un colectivismo que bien podríamos llamar ciudadanía. “Debemos reconsiderar lo que podría significar membresía y pertenencia en un estado nación moderno”, dice el autor. Y es que en cualquier contexto la ciudadanía responsable es una moneda de dos caras. Tiene una dimensión activa (en derechos) y otra pasiva (en deberes). En la primera participa de los beneficios de la vida colectiva de forma igualitaria; en la segunda aporta valor, desarrollo y sostenibilidad a la convivencia colectiva. Vivimos en una sociedad desbalanceada: fortificada en derechos y deficitaria en deberes. Muchos reclamos de derechos y notorias ausencias de deberes.

Los grandes proyectos de desarrollo social de aquellas naciones que hoy conforman el primer mundo han pasado por momentos históricos de sensibles sacrificios individuales a favor de logros colectivos como precio por pertenecer a las sociedades organizadas y prósperas que hoy son. Con la suma de individualidades nunca llegaremos; como cuerpo social, el futuro no se deja esperar.

Uno de los grandes desafíos de las sociedades contemporáneas es poder reconocerle carácter de derecho a los inacabados reclamos de la subjetividad individual en un orden en que el individuo es centro y fin. Es que no pasa una década sin que emerjan nuevos colectivos de identidad que demanden la tutela de derechos sobre la base de su distinción con el resto de la sociedad.

Fuente Diario Libre

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