El llanto primero

Marino Beriguete

Vi llorar a mi nieto. Tiene tres meses apenas. No era el llanto seco, instintivo, que uno asocia al nacimiento. Era un llanto con lágrimas. Lágrimas verdaderas. Lentas, redondas, saladas, gruesas. Y me detuve. No lo miré como se mira a un niño, sino como se contempla un signo. ¿Qué dice una lágrima cuando aún no hay palabras?

Lloraba con un dolor que parecía venir de otra parte. No del cuerpo, no de este instante. Un dolor sin causa visible. Como si el alma —si ya la tiene— recordara algo. Pero ¿qué puede recordar quien acaba de llegar? ¿Y si no es él quien recuerda, sino la vida misma? ¿Y si el llanto no es suyo, sino del mundo que lo recibe?

El nacimiento no es el principio. Es una ruptura. Entramos al tiempo como quien cae en un sueño denso, y al hacerlo, algo se quiebra. El primer llanto es ese quiebre hecho sonido. Un relámpago que revela que ya estamos aquí, separados. No hay memoria, pero hay herencia. Una tristeza sin historia, grabada en el hueso, en la sangre, en el aire que respiramos al nacer.

Lloramos porque al abrir los ojos, hemos perdido algo. ¿Qué? Tal vez la unidad, la forma pura, la totalidad que precede al yo. Tal vez Dios, si existe. Tal vez nada, y en esa nada se encierra todo. La lágrima no es explicación: es presencia. Nos recuerda que ser es carecer.

Después, mi nieto sonríe. Balbucea. Y en ese balbuceo hay un retorno, una reconciliación. Lo humano comienza no con el lenguaje, sino con la emoción. Sentimos antes de saber. Tocamos antes de entender. Hay en su mirada una conciencia sin forma, un saber sin palabras.

No soy psicólogo. Ni místico. Solo he vivido. Y sé que no nacemos vacíos. Algo nos acompaña: una vibración, una sombra, una música callada. El alma —si existe— no se forma: se recuerda.

Mi nieto Armando Enrique llora. Y al llorar, algo en mí también despierta. No sé si es ternura, vértigo o memoria. Solo sé que en ese llanto hay una verdad anterior a toda razón: ser es separación, y sentir, el primer intento de volver.

El Caribe

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