El reguero de Herrera

Una librería peculiar que operó en los 60 y los 70 fue Herrera y Lora

José del Castillo Pichardo

Una librería peculiar que operó en los 60 y los 70 fue Herrera y Lora, ubicada en la acera norte de la calle Mercedes entre Espaillat y Polvorín. Alfombrada de libros tirados en el piso, las estanterías repletas a más no poder, con lomas y torres formando una suerte de topografía bibliográfica, se especializó en el texto universitario. Los estudiantes de medicina, ingeniería, arquitectura, agronomía, veterinaria, derecho, contabilidad, economía, administración y sociología, acudíamos allí a suplirnos de material de estudio. «Si no lo encuentras en Herrera y Lora, difícil que aparezca en otra parte» era entonces una expresión común.

Su dueño, Francisco Herrera Cabral, siempre permanecía de pie y atendía con seguridad los pedidos de los clientes. En su prodigioso cerebro computarizado se mantenía el inventario completo de la librería, junto a la ubicación precisa de cada obra. La primera vez que procuré un libro en lo que algunos llamaban peyorativamente «el Reguero» pude confirmar la exactitud del método infalible de Francisco.

Buscaba los dos volúmenes de la obra monumental Economía y Sociedad de Max Weber, editados en 1964 por Fondo de Cultura Económica de México en traducción del republicano español José Medina Echavarría, a quien conocería y trataría en Chile entre 1966/71 como funcionario de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), presentado por mi profesor de sociología, el querido weberiano Enzo Faletto.

El señor Herrera Cabral, con su peculiar cara de malo -un verdadero «pan de Dios» era este personaje, uno de los hermanos menores del clan banilejo de los Herrera Cabral- frunciendo el ceño me espetó: «Repíteme el título que yo soy medio sordo». Al obrar en consecuencia a su requerimiento, me dijo seguro: «Sí, lo tengo. Busca por ahí -señalándome con el índice derecho el lugar-, en esa lomita de la esquina. Debe de estar debajo de esos libros de medicina, en la segunda capa sobre el piso». Con precisión de relojero suizo, el certero librero dio en el clavo. Efectivamente allí estaban los dos volúmenes procurados, con su portada azul añil de fondo y la foto del barbado sabio alemán.

Lo del precio era otra cosa. Como norma nunca figuraba en el libro. Lo tenía Herrera en su cabeza, el cofre que guardaba todos los detalles en este singular negocio de raíz canaria en versión criolla banileja. Con fama de carero, Herrera te decía: «dame tanto por los dos». La regla, según me había recomendado quien sería mi cuñado, el entonces estudiante de medicina Luis Ulises “Lichy” Rojas Franco, era regatear, a la manera como se transaba en los comercios de los árabes de la avenida Mella. «Siempre regatea, Papaché, que Herrera siempre cede».

Siguiendo este práctico consejo, me aventuré a contra ofertar con un ingrediente más que persuasivo, mordiendo el interés del aguzado mercader (de los banilejos se ha dicho que son los judíos criollos por su acertado estilo de hacer negocio). «Sólo tengo tanto», le dije seguro, «así que eso te ofrezco». Herrera -un hombre de buena estatura- me inspeccionó de arriba abajo con mirada escrutadora, antes de formular su respuesta. «Está bien, llévatelo, pero ten en cuenta que ese libro no aparece en otra parte. Así que te lo estás llevando a precio de ganga. Además, son dos tomos empastados».

Con Herrera hice buena liga posteriormente, ayudado en la tarea en los años 70 por mi colega universitario Walter Cordero, profesor del Departamento de Sociología de la UASD y compañero de investigaciones, también banilejo y mejor conocedor del perfil del librero. Descubrí que detrás de ese rostro adusto de hombre de trato seco se ocultaba un ser humano bondadoso que aportó un servicio inestimable a los universitarios, aún a aquellos desconocidos para él.

En múltiples ocasiones fui testigo de escenas que certificaban su talante, cuando acudía alguien buscando un libro y no disponía del dinero suficiente para adquirirlo. «Llévatelo y me lo pagas cuando puedas», era su manera especial de hacer negocio. Yo le observaba y le decía: «Pero Francisco, si tú no lo conoces, ¿cómo sabes que volverá a pagarte?». Su respuesta era de una lógica rotunda: «Si es un estudiante universitario como parece serlo, volverá, porque aquí, en materia de textos universitarios, si no está todo, está casi todo». Pensaría, pienso yo, que el ojo del librero engorda el bolsillo.

La librería de Francisco Herrera Cabral tuvo un segundo local, al mudarse en los 70 a la Bolívar por los frentes de la calle Doctor Báez. Allí se organizó mejor, a la manera convencional, en un espacio más amplio y confortable. Un hijo del librero, Fabio, le asistió en esta etapa. Dinámico e inquieto vendedor, Fabio tenía una pequeña camioneta japonesa que le servía para expandir la distribución y venta de libros y materiales escolares hacia el interior del país. Si mal no recuerdo, también incursionó en un negocio de camisetas y dulces, entre otras líneas que operó este febril y nato vendedor de Peravia.

Los Herrera Cabral tenían tradición librera. En Baní, en el establecimiento comercial del patriarca del clan, don Fabio Herrera Echavarría -coeditor junto a Joaquín Incháustegui de Ecos del Valle, padre de Fabio, César, Rafael y Luis, así como de otros vástagos de una segunda camada, descendientes todos de dos hermanas Cabral con quienes desposó sucesivamente al enviudar de la primera-, funcionó una librería que manejaba Rafael. Quien luego sería uno de los maestros del periodismo dominicano desde la poltrona editorial del Listín Diario -antes jefe de redacción y director de La NaciónEl Caribe y El Imparcial de Puerto Rico. En La Nación, el diario de la Avenida Mella, se inició como traductor de cables procedentes de las agencias noticiosas extranjeras, llevado de la mano de su primo hermano Héctor Incháustegui Cabral, entonces jefe de redacción y editorialista.

Esa librería de la bucólica Baní fue la primera universidad de este autodidacta genial y sabio, devorador de libros, ensimismado en la lectura, tal como lo describen su compueblano Héctor Pérez Reyes y el propio Incháustegui Cabral, este último su principal y frecuente contertulio. Los anaqueles de la bien surtida librería pueblerina fueron repasados con devoción intelectual por quien sería en su fecunda y longeva existencia un poliedro de saberes. Historia, literatura, política, economía, sociología, filosofía, biografías, relaciones internacionales, eran platillos sustanciosos que alimentaban el espíritu curioso de este portento intelectual a quien quise de veras. Un conversador reflexivo, animado y kilométrico, con quien iniciaba diálogos en recepciones, que se extendían hasta las madrugadas en su oficina de la dirección del Listín Diario, entre volutas de humo de aromáticos cigarros, con un párpado medio caído y esa hermosa cabellera blanca desplegada al descuido. Con el escritorio lleno de papeles y las credencias repletas de libros a manera de rascacielos ilustrados.

En la librería de los Herrera en Baní no sólo llegaban libros. También revistas especializadas en varias materias y prensa internacional que suplían el interés de los comarcanos y más aún de los miembros de la propia familia y sus allegados. Se trataba de una ventana erudita abierta al mundo exterior desde la progresista comunidad del valle de Peravia. Tal como me relatara con cierto dejo de nostalgia Fabio Herrera Roa, hijo del historiador César Herrera Cabral -autor de Historia de las Finanzas PúblicasDe Harmont a TrujilloLa Batalla de Las CarrerasLa Universidad Santo Tomás de AquinoCuadros Históricos Dominicanos y compilador en el AGI de Sevilla de una formidable colección de documentos de la historia colonial de Santo Domingo. Aparte de su obra periodística y como director del AGN, la BNPHU, la ODC y el despacho de prensa de la Presidencia. Junto a su labor municipalista.

Otro Herrera Cabral que salió de ese rincón erudito banilejo fue Fabio, el mayor de los hermanos, quien alcanzó los 97 años de fructífera existencia. De profesión agrimensor, fue multifacético hombre público de dilatada carrera en misiones consulares y diplomáticas -jefe de misión en Argentina, Paraguay y España-, en la Presidencia y Relaciones Exteriores, donde ocupó con probidad y buen tino las funciones de más alto rango. Miembro de la Comisión Nacional de Fronteras, por décadas factor clave en el manejo de las relaciones domínico-haitianas. Procurado como consejero por administraciones variopintas por su experimentada sabiduría, sirvió a los gobiernos del Consejo de Estado, Bosch, el Triunvirato, Balaguer, Guzmán, Jorge Blanco y así sucesivamente, hasta su retiro. En sus últimos años trabajó en unas memorias tituladas «El Presente de Mi Pasado», pendientes de publicación. Su hijo Fabio Herrera Miniño, ingeniero civil y columnista de opinión, mantiene presencia fresca e independiente en el diarismo nacional. Y la antorcha de los banilejos que celebran su feria anual en la capital.

Dice Miguel Franjul, otro hijo de Peravia que ha honrado el periodismo como carrera y que hoy dirige el Listín Diario, que, en editoriales con motivo de la celebración de la Feria del Libro o las Navidades, don Rafael Herrera solía aconsejar: «Regalen un litro, pero también un libro». Remedo de aquella pasión iniciada en sus años mozos, cuando se encerraba a devorar libros y evitaba el roce social típico de la juventud, llegando al extremo de pelarse a rape a la manera de monje de clausura para aplicar su tiempo a la lectura.

Así aprendió lenguas varias y llenó de conocimientos su prodigiosa alforja que le llevó a la Junta Monetaria, como entendido en las complejas materias que rigen las políticas macroeconómicas que allí se formulan. A asistir a las asambleas generales de la UNESCO en París como parte de nuestra delegación oficial. A acompañarnos en seminarios académicos internacionales dedicados a los estudios dominicanos, como el celebrado en Rutgers-Newark, en la State University of New Jersey, coronado con fiesta en Seton Hall animada por un promisorio 4-40.

¡Cuántos Herrera hacen falta, para regar libros prodigiosos!

Publicado en Diario Libre

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