El rey Carlos, el cáncer y la inusual franqueza sobre la salud de un monarca

Por Miranda Carter

The New York Times

Lo más sorprendente de la revelación de que el rey Carlos III fue diagnosticado con cáncer, tras menos de dos años en el trono, es el hecho de que se haya dado a conocer.

El cáncer es común; la franqueza sobre la salud de la familia real británica, no tanto. Durante siglos, como muchas otras familias reales, la corona británica ha hecho todo lo posible por ocultar el estado del cuerpo del soberano. La sinceridad de Carlos, con sus limitantes, parece ser una señal de su anhelo de ser un tipo de monarca distinto.

Un rey en el poder siempre ha sido la encarnación del Estado, una metáfora viviente de su salud. Solo hace falta ver el retrato, de más de dos metros, que hizo Hans Holbein en 1537 de Enrique VIII: un gigante robusto que dominaba el mundo en la cima de su poder. Monarca sano, país sano. También funciona a la inversa. Shakespeare —nunca por encima de un poco de propaganda de los Tudor— convirtió a Ricardo III, el rey al que el padre de Enrique le arrebató el trono en 1485, en un hombre jorobado y con tanta fealdad que los perros ladraban a su paso. El análisis de los restos de Ricardo, descubiertos en 2012 bajo un estacionamiento en la ciudad inglesa de Leicester, reveló que simplemente tenía escoliosis.

Cuando tu cuerpo es el Estado, ¿cómo hablas de su inevitable debilidad y fragilidad? Históricamente, no se hace. Cuatrocientos años después de los Tudor, en 1859, el káiser Guillermo II, el último emperador alemán, nació con un brazo paralizado (y probablemente con algún daño cerebral) a consecuencia de un parto complicado. La idea de un heredero con alguna discapacidad física era impensable, sobre todo en un país donde la aristocracia se definía por su pericia militar. El abuelo de Guillermo incluso preguntó si era apropiado dar felicitaciones por el nacimiento de su nieto.

Se hicieron intentos desesperados y francamente bizarros para que la extremidad del káiser fuera funcional. Cuando Guillermo estaba aprendiendo a caminar, le ataban el brazo con movilidad al cuerpo para obligarlo a utilizar el otro: como era de esperar, se caía bastante. Le aplicaron descargas eléctricas. Dejaban su brazo al interior del cuerpo caliente de una liebre recién cazada, con la idea de que el calor del animal muerto se transmutara en el brazo del niño. Cuando tenía cuatro años, lo ataban con regularidad a un aparato para intentar estirar sus músculos, mientras su madre lloraba. Nada funcionó. Guillermo creció siendo difícil, con ansiedad y resentimiento, pero paradójicamente se adaptó muy bien a tener solo un brazo funcional.

Un primo de Guillermo, Nicolás II, último zar de Rusia, hizo todo lo posible por ocultar la hemofilia de su hijo y heredero, Alekséi, y se negó a explicar la presencia del sanador de mala fama Rasputín, cuyas acciones se convirtieron en una metáfora de la corrupción del Estado ruso.

Casi siempre, estas inhibiciones tuvieron un costo personal, emocional y político. Se cree que el origen del gen de la hemofilia de Alekséi no es otro que la tatarabuela de Carlos, la reina Victoria. Victoria transmitió el gen a su hijo Leopoldo, quien murió a los 30 años en 1884, tras sufrir una hemorragia cerebral después de una caída, y a dos de sus hijas. Como resultado del enérgico ímpetu casamentero entre la realeza de Victoria, el gen pasó a la familia real de Rusia, a través de una de sus nietas, la zarina Alejandra, y a algunas de las familias reales de Alemania, a través de su hija Alicia. Luego de la muerte de la reina, pasó a la familia real española, a través de su nieta Victoria Eugenia, conocida como Ena, quien se casó con el rey Alfonso XIII en 1906. Su marido descubrió que ella era portadora del gen, lo que contribuyó a su separación, y el mayor y el menor de sus hijos murieron jóvenes a consecuencia de hemorragias tras sufrir accidentes automovilísticos de poca importancia.

Victoria también podría haber sido portadora de porfiria, la enfermedad a la que algunos historiadores han atribuido la locura de Jorge III y que produce síntomas como un dolor abdominal atroz, sarpullidos en la piel y orina púrpura. La hija mayor de la reina (también llamada Victoria, madre del káiser Guillermo II) podría haber padecido también porfiria; las pruebas de ADN realizadas en el cuerpo exhumado de su hija Carlota hallaron una mutación genética relacionada con la enfermedad.

Que ambas enfermedades pudieran estar presentes en la familia real británica fue un secreto muy bien guardado en su momento, y la monarquía nunca ha reconocido de manera pública ese tema.

Cabría esperar que, a medida que la familia real británica se convertía en una institución ceremonial sin poder, se hiciera más abierta. Sin embargo, ocurrió lo contrario. Si la apariencia es el único poder que tienes, importa mucho. Justo antes de la medianoche del 20 de enero de 1936, el médico real Bertrand Dawson le inyectó en la “vena yugular distendida” de Jorge V una mezcla que contenía suficiente morfina y cocaína para matarlo al menos dos veces. Lord Dawson le dio al rey enfermo una salida apacible, pero, lo que es igual de importante, garantizó que se informara de su muerte en los respetados periódicos de la mañana, en lugar de en los “diarios menos apropiados de la tarde”. La historia se reveló 50 años después, en 1986, pero no a través de la familia real, sino por el biógrafo de lord Dawson.

Jorge VI, el abuelo del monarca actual, fumaba dos paquetes de cigarros al día, y cuando murió ya le habían extirpado completamente el pulmón izquierdo. No obstante, se informó que la causa de su muerte fue una trombosis coronaria, una enfermedad con menos estigma social que el cáncer, que fue el padecimiento que realmente causó su fallecimiento. Según un biógrafo reciente de la reina Isabel II (Gyles Brandreth, un amigo cercano de su marido), la causa declarada de su muerte —“vejez”— era un eufemismo para referirse al mieloma múltiple, un tipo de cáncer en la médula ósea.

Así que ha habido simpatía y elogios generalizados por la franqueza del rey Carlos. “Su majestad ha decidido compartir su diagnóstico”, explicaba el comunicado oficial, “para evitar especulaciones y con la esperanza de que pueda ayudar a la comprensión pública de todas las personas en el mundo afectadas por el cáncer”.

Se podría argumentar, por otro lado, que esa era la información mínima que el rey podía ofrecer, pues cualquier ausencia en sus obligaciones públicas se notaría bastante pronto. Además, no especificaba qué cáncer padece —hay muchos tipos— ni lo avanzado que está. Como escribió Richard Smith, antiguo director de The British Medical Journal, el rey podría estar bien o “morir en pocas semanas”.

Dicho esto, es probable que sea mucho pedir esperar total candidez de cualquier jefe de Estado sobre su salud. Los presidentes estadounidenses son igual de propensos a no revelar su información médica: Franklin Roosevelt ocultó los efectos de su poliomielitis; el bronceado permanente de John Kennedy distrajo al mundo de su enfermedad de Addison y de su probable enfermedad celíaca. El estado físico y mental de un presidente de EE. UU. tiene repercusiones tangibles tanto en la política estadounidense como en la del resto del mundo. Seguirá habiendo especulaciones intensas sobre este tema para los candidatos septuagenario y octogenario en las próximas elecciones presidenciales de Estados Unidos, pero nadie espera que ninguno de ellos diga toda la verdad.

La enfermedad de Carlos es una noticia inesperada y poco agradable. Pero al menos los ciudadanos británicos pueden estar tranquilos con el hecho de que la monarquía es una institución ceremonial con una línea de sucesión clara y sin polémica.

Miranda Carter es autora de George, Nicholas and Wilhelm: Three Royal Cousins and the Road to World War I.

The New York Times

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