El sueño americano no habla una sola lengua

Por Carlos Lozada

The New York Times

Columnista de Opinión

Era 1975 y mi familia acababa de emigrar de Perú al norte de California. Poco después de nuestra llegada, según la leyenda Lozada, pregunté a mis padres y hermanas mayores: “¿Vamos a tener todo lo sinisario?”, que significaba: “¿Vamos a tener todo lo necesario?”.

Solo que embrollé la palabra “necesario”, llegando a la palabra sin sentido “sinisario”. Todos se rieron, así que intenté defenderme. “Es que yo no sé inglés”, dije. Eso hizo que todos se rieran más, porque, por supuesto, mi error había sido en español.

Fue un anticipo de lo que me depararían las siguientes cinco décadas, en las que las dos lenguas se disputarían la supremacía en mi mente. Nuestras idas y venidas entre Estados Unidos y Perú durante mi infancia me obligaron a aferrarme a la lengua que más necesitara en cada momento, incluso cuando me esforzara por conservar la otra. A veces mi inglés era más fuerte, a veces mi español. Nadie tenía que decirme cuándo importaba cada lengua, ni si una u otra era “oficial”. Dondequiera que estuviera, lo sabía.

En su orden ejecutiva del 1 de marzo por la que se designa el inglés como lengua oficial de Estados Unidos, el presidente Donald Trump afirma que una única lengua compartida es “el núcleo de una sociedad unificada y cohesiva”, que sirve para “agilizar la comunicación”, promover la eficiencia y “empoderar a los nuevos ciudadanos para alcanzar el sueño americano”.

En estos puntos, no discrepo mucho. Casi todos los inmigrantes que he conocido en Estados Unidos —empezando por mi padre— han intentado aprender inglés precisamente por esas razones. A mis hermanas y a mí nos resultó relativamente fácil asimilarlo en la infancia, y mi madre lo había aprendido bien de las queridas monjas estadounidenses que le enseñaron en Perú. Pero mi padre, que lo abordó más tarde, siempre tuvo que esforzarse.

Y vaya que se esforzó. Sus errores de pronunciación nunca le impidieron hablar inglés, incluso cantarlo, alto y con orgullo. En aquella época me avergonzaba un poco. Ahora me avergüenza recordar que me avergonzaba.

Si de repente el inglés se hubiera convertido en la lengua oficial de Estados Unidos mediante una orden ejecutiva del presidente Gerald Ford, no me puedo imaginar que mi padre lo hubiera aprendido más rápido o que se hubiera sentido más animado a hacerlo. La necesidad de trabajar, de proveer, era todo el incentivo que necesitaba. Incluso cuando vivió en Miami durante los últimos años de su vida, rodeado de hispanohablantes, siguió practicando su inglés. Intuía que formaba parte de su acuerdo con Estados Unidos.

Así pues, no es que yo rechace los argumentos sobre la eficacia y el empoderamiento; solo cuestiono la necesidad de una orden presidencial para consagrarlos. Pusieron a prueba mis conocimientos de inglés cuando obtuve la ciudadanía estadounidense hace una década, pero a los inmigrantes el mercado nos dice que debemos aprender el idioma, más claramente de lo que jamás podría hacerlo el gobierno.

Donde la orden de Trump pasa de la redundancia a la confusión y al cinismo es en su afirmación de que una única lengua oficial “cultivará una cultura estadounidense compartida” y “reforzará los valores nacionales compartidos”.

Después de todo, ¿qué es nuestra cultura compartida sino la mezcla de culturas —incluidas las lenguas— que hacen y rehacen a diario a Estados Unidos? También se podría argumentar que una sola cocina o un solo estilo de música o un solo género literario es más auténticamente estadounidense que cualquier otro.

Gracias a Dios que mi infancia de inmigrante me permite leer a Cervantes y a Mario Vargas Llosa en español y a Shakespeare y a Toni Morrison en inglés. Si puedo, ¿por qué no iba a hacerlo? Crecí con dos lenguas, y me arrepiento de no haber aprendido una tercera como otras personas aprenden una segunda. Piensa en lo rica que sería la nación si todos supiéramos más lenguas, no menos, si adoptáramos una multiplicidad de influencias en lugar de escudarnos de ellas.

¿Y cuáles son nuestros “valores nacionales compartidos” sino las verdades evidentes de la Declaración de Independencia? La igualdad política, los derechos naturales y la soberanía popular pueden expresarse, defenderse y vivirse en cualquier lengua. Créeme, el dominio del español no paraliza la búsqueda de la felicidad. Y no disuade a ninguno de nosotros de aprender inglés.

La preocupación por la influencia corrosiva de otras lenguas distintas del inglés tiene una larga historia en Estados Unidos. Al reflexionar sobre la apertura de Estados Unidos a los inmigrantes y la necesidad de que los recién llegados se asimilaran, Theodore Roosevelt escribió que “aquí solo tenemos sitio para una lengua y es el inglés, porque pretendemos que el crisol convierta a nuestro pueblo en estadounidenses de nacionalidad estadounidense y no en habitantes de una pensión políglota”.

En la actualidad, casi el 80 por ciento de los habitantes de Estados Unidos de 5 años en adelante hablan exclusivamente inglés en casa, según la más reciente Encuesta sobre Comunidad Estadounidense. Para el resto que habla otra lengua en casa, el español es la alternativa más común, y más del 60 por ciento de esos hispanohablantes también saben inglés “muy bien”, según la encuesta. Es seguro que aún no hemos fijado nuestra residencia en la pensión de Roosevelt.

En 2023, cuando JD Vance ocupaba un escaño en el Senado, patrocinó la Ley de Unidad de la Lengua Inglesa. Sin embargo, incluso al defender la necesidad de una lengua oficial, Vance subrayó involuntariamente la superfluidad del proyecto de ley. Al afirmar que el inglés ha sido una “piedra angular” de la cultura estadounidense durante más de dos siglos y medio, el futuro vicepresidente dijo que “esta legislación de sentido común reconoce una verdad inherente: el inglés es la lengua de este país”.

Si eso ya es así —y lo ha sido durante tanto tiempo—, ¿por qué molestarse en proponer una legislación que impone una realidad preexistente? Sería como presentar un proyecto de ley que declarase que el agua moja y el sol calienta.

Según la orden ejecutiva, las agencias federales y los receptores de fondos federales ya no están obligados a ofrecer documentos traducidos y otro tipo de ayuda a las personas que no hablan inglés, pero tampoco se les prohíbe hacerlo. Sin embargo, el simbolismo de la medida importa enormemente, pues se alinea perfectamente con la campaña del gobierno para recortar drásticamente la inmigración y describir a los recién llegados como peligrosos y alienados y, como ha dicho Trump, un veneno en el torrente sanguíneo estadounidense.

La orden afirma que “celebra la larga tradición de ciudadanos estadounidenses políglotas que han aprendido inglés y lo han transmitido a sus hijos”. Pero en realidad no celebras el multiculturalismo si intentas erosionarlo. Mostrarte tan protector con tu

El gobierno de Trump ya está intentando restringir lo que los estadounidenses pueden decir; considera su orden ejecutiva por la que se cambia el nombre del golfo de México por el de golfo de América y sus represalias contra The Associated Press por no seguirle la corriente. Ahora, con esta nueva orden, Trump pretende dar forma no solo a lo que decimos, sino también a cómo lo decimos. (No es sorprendente que destacara esas dos iniciativas, una detrás de otra, en su discurso ante una sesión conjunta del Congreso el martes por la noche). Un presidente que trata a los inmigrantes como seres humanos de segunda clase también está creando lenguas de segunda clase.

Pero la lengua da giros inesperados, y su significado no puede fijarse por decreto presidencial. Cambiar el nombre del Golfo de México parece una medida simplista y patriotera, pero el nuevo nombre puede no significar siempre lo que Trump quiere que signifique. “Golfo de América” adquiere connotaciones más abarcadoras si por “América” se entiende el norte, el centro y el sur del continente. ¿Quién puede decir que algún día no lo leeremos así, en cualquier idioma que elijamos, y que la orden ejecutiva de Trump nos habrá puesto en ese camino?

“El golfo de las Américas” quedaría muy bien en un mapa.

The New York Times

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