El tratamiento obligatorio para la adicción a las drogas puede salvar vidas

Por Keith Humphreys

The New York Times

Humphreys es profesor de psiquiatría en la Universidad de Stanford y fue asesor principal sobre política de drogas en el gobierno de Obama.

La reciente propuesta de Eric Adams, el alcalde de Nueva York, de obligar a los neoyorquinos con adicciones a someterse a un tratamiento si son un riesgo para sí mismos o para los demás es “terrible”, dijo una activista. Otra persona dijo que el plan le “produce escalofríos”.

Pero el tratamiento obligatorio, si se aplica correctamente, puede ayudar tanto a las personas con adicciones como a las comunidades en las que viven.

Que el gobierno puede dar asistencia a personas con enfermedades mentales graves, aunque se nieguen, es un hecho bien establecido. Las normas que se exigen para ello —usualmente, demostrar que el individuo está gravemente incapacitado o supone una amenaza para la comunidad— pueden variar, pero el principio subyacente es el mismo.

Este tipo de internamiento civil existe desde hace un siglo en Estados Unidos, y los 50 estados tienen leyes que regulan esta práctica. Pero Nueva York se está entre la minoría que no considera la adicción por sí sola un fundamento jurídico suficiente para ordenar la atención.

Debería hacerlo. Porque la alternativa al tratamiento obligatorio en lugares como la ciudad de Nueva York no suele ser el tratamiento voluntario, sino ningún tratamiento: la vida en la calle con la oferta de drogas ilícitas más letal de la historia de Estados Unidos.

Además, uno de los estudios más amplios y a más largo plazo sobre este tema realizó un seguimiento de 2095 pacientes con adicción y descubrió que, un año después del tratamiento, aquellos cuya atención era obligatoria tenían algo más de probabilidades de evitar el consumo de drogas que los que habían iniciado el tratamiento voluntariamente. Además, en comparación con sus homólogos que habían buscado voluntariamente tratamiento en el sistema judicial, los pacientes cuya atención era obligatoria tenían menos probabilidades de volver a ser detenidos. Otros estudios hallaron que los pacientes con atención obligatoria obtienen resultados algo peores o iguales que los pacientes voluntarios. Una nueva revisión de 22 estudios encontró “falta de evidencia de alta calidad” a favor o en contra del tratamiento involuntario de la adicción.

Pero ninguno de esos estudios comparó los resultados del tratamiento involuntario con los resultados de no recibir tratamiento, la comparación más pertinente.

Que los pacientes puedan beneficiarse del tratamiento obligatorio de la adicción solo es sorprendente si se supone que la persona típica que busca tratamiento es alguien que de manera espontánea y con una fuerte motivación interna se despierta un día y decide cambiar de vida. En realidad, esos pacientes son poco frecuentes.

En una muestra nacional de 476 personas que habían buscado tratamiento por un problema con el alcohol, más de nueve de cada 10 declararon haber sido presionadas para dejar de beber o cambiar su forma de beber por su familia, cónyuge o pareja, amigos u otras personas. Así pues, las personas sometidas a presiones legales para buscar asistencia pueden encontrarse en una situación similar a la de otras personas en el mismo programa de tratamiento.

¿Por qué la gente necesita tan a menudo que la presionen para buscar tratamiento cuando las sustancias adictivas están destruyendo su vida? Sencillamente, el consumo de drogas se siente bien, al menos a corto plazo, lo que hace que muchas personas se muestren ambivalentes a la hora de dejarlo. Y el tratamiento requiere un trabajo arduo a corto plazo para superar la atracción visceral de la adicción, antes de aportar alivio a largo plazo.

De hecho, seguir dando prioridad al consumo de sustancias frente al daño es la condición sine qua non de la adicción. La adicción reduce la capacidad de las personas para ejercer el autocontrol, sopesar con precisión las consecuencias a largo plazo frente a las de corto plazo y tomar decisiones que les beneficien. Los críticos del tratamiento obligatorio que afirman que la intervención socava la autonomía del individuo olvidan que la propia adicción mina esa autonomía. De hecho, el tratamiento obligatorio que devuelve a alguien su buen juicio es una restauración de su autonomía, no una violación de la misma.

La otra razón principal para imponer el tratamiento es que las personas con adicción no son las únicas afectadas por su comportamiento. Muchas de las cargas de la adicción recaen sobre otros: seres queridos que esperan despiertos por la noche junto al teléfono con miedo de que suene y miedo de que no suene, personas expuestas a la agresividad que provocan algunas drogas (sobre todo el alcohol y los estimulantes como la metanfetamina), o las comunidades y las empresas invadidas por el consumo público de drogas. Quienes soportan estas cargas tienen todo el derecho a presionar al individuo adicto para que cambie, incluso recurriendo al sistema de justicia penal cuando sea necesario.

Durante décadas, los funcionarios de salud pública se preocuparon por el impacto de la adicción en los hijos, compañeros de trabajo, vecinos y comunidades de los consumidores, así como en los propios consumidores. Una de las razones por las que el campo de la salud pública apoyaba las campañas publicitarias contra el tabaco y las leyes que restringían su consumo, incluso cuando los fumadores se oponían, era porque reducían el daño del humo de segunda mano y ayudaban a persuadir a los no fumadores para que no empezaran a fumar.

Pero muchos activistas de la política de drogas han adoptado en los últimos años una postura parecida a la que se asocia a los activistas del derecho a poseer armas de fuego o a quienes se resisten a las vacunas, concretamente que los deseos individuales de consumir drogas deberían pesar más que las consecuencias para la comunidad.

En San Francisco, los activistas de la reducción de daños y los funcionarios de salud pública colaboraron para colocar carteles publicitarios en los que se presentaba a los consumidores de opiáceos como personas jóvenes, atractivas y con éxito, con la teoría de que esto sería desestigmatizador y los animaría a “hacerlo con amigos” que podrían rescatarlos si sufrían una sobredosis. Esto fue una bofetada a los padres que no querían que sus hijos fueran persuadidos de que el consumo de fentanilo era una actividad deseable, así como a las muchas personas que estaban teniendo interacciones difíciles con consumidores callejeros de fentanilo que no eran de la variedad amistosa, sana e inofensiva retratada en los carteles.

Como dijo recientemente el jefe de policía convertido en investigador de salud pública Brandon Del Pozo: “Si ha habido un punto ciego entre los reformadores de la política de drogas, los activistas de la reducción de daños y sus aliados en los pasillos del gobierno, es la necesidad de abordar compasiva —pero eficazmente— las consecuencias altamente perturbadoras del consumo público de drogas y de prestar atención a lo resentida que se vuelve una comunidad cuando se deja que los problemas se enconen”.

Si los defensores no consideran el valor del tratamiento obligatorio para la comunidad por sus méritos, podrían hacerlo como un ejercicio de realpolitik. La ola de despenalización y reducción de daños que barrió el noroeste del Pacífico a partir de 2020 pasó de ser popular a impopular no solo porque no consiguió reducir las sobredosis, sino también porque aumentaron los delitos violentos y contra la propiedad, incluso cuando disminuyeron a nivel nacional. Ignorar cómo el consumo de drogas y los trastornos asociados pueden perjudicar a quien no las consume es una buena forma de socavar el apoyo popular a todo tu programa de reformas.

Dicho esto, los programas de tratamiento obligatorio solo pueden funcionar si cuentan con los recursos adecuados y se aplican cuidadosamente. En décadas de trabajo con legisladores, he oído muchas propuestas entusiastas para obligar a legiones de personas a participar en programas que ni siquiera satisfacían la demanda actual. Y las iniciativas obligatorias no solo dependen de una cantidad adecuada de tratamiento, sino también de la calidad correcta. Los programas de tratamiento deben guiarse por las mejores evidencias, además de ser limpios, seguros y respetuosos. Los jueces, tanto si evalúan las solicitudes de internamiento involuntario de los profesionales de la salud como si supervisan ellos mismos a pacientes adictos en un tribunal de drogas, deben conocer bien la mejor evidencia científica sobre la naturaleza de la adicción y su tratamiento.

La aplicación reflexiva y cuidadosa de un programa de tratamiento obligatorio puede parecer mucho pedir a una burocracia ya desbordada. Pero la realidad, degradante y peligrosa, de las calles hace inaceptable el statu quo. Si Nueva York puede diseñar una iniciativa de tratamiento obligatorio con recursos y bien diseñada, las personas con adicciones, sus seres queridos y la comunidad en general se beneficiarán enormemente.

The New York Times

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