El triunfo discreto del rey Carlos III
Por Tina Brown
The New York Times
Brown es autora de The Palace Papers y Diana Chronicles. Escribe un boletín semanal, Fresh Hell.
Cuando el presidente Donald Trump realizó su primera visita de Estado al Reino Unido en 2019, la familia real la consideró en privado como una apertura del palacio de Buckingham a un fenómeno político que los británicos consideraban una aberración cómica. Por aquel entonces, la reina Isabel II, de 93 años, presidió un brillante festival de tiaras que había sido cuidadosamente calibrado para emocionar al 45.o presidente de Estados Unidos. Pero había un trasfondo de cosplay en toda la ostentación, resumido en el guiño juguetón de Camilla a un miembro de su equipo de seguridad durante una sesión fotográfica en Clarence House con los Trump. El momento se hizo viral al día siguiente.
Esta semana, en la segunda visita de Estado de Trump —un honor sin precedentes para un presidente estadounidense—, el ambiente es más sombrío. Trump ya no es el divertido presidente de telenovela. Es una fuerza global intimidatoria, que no teme lanzar torpedos arancelarios o, de vez en cuando, amenazar con arrojar a Europa del Este a los lobos de Rusia. Y su furioso populismo se está extendiendo: el sábado, decenas de miles de manifestantes de extrema derecha —animados por un impactante cameo en video de Elon Musk, quien los instó a “contraatacar”— abarrotaron las calles del centro de Londres.
El castillo de Windsor, donde Trump estará recibiendo pompa y ceremonia esta semana, tiene un ambiente más discreto, más serio, más histórico que el ostentoso esplendor del palacio de Buckingham, que, como me dijo Stephen Fry, escritor, actor y amigo del rey Carlos III, probablemente tiene más “atractivo para alguien vulgar de la variedad de un Goldfinger y da la sensación de que se está celebrando una convención en alguna parte”, dijo en referencia a un villano de una película de James Bond obsesionado con el oro.
Windsor es también, en muchos sentidos, un lugar más adecuado para acoger al belicoso Trump del segundo mandato. Es una fortaleza y una residencia real, erigida originalmente por Guillermo el Conquistador para repeler a los invasores en el siglo XI. El presidente pasará junto a adustas exhibiciones de picas medievales, lanzas que pueden sacarle un ojo a alguien y las puntiagudas astas de letales alabardas.

A Trump, que acaba de cambiar el nombre del Departamento de Defensa por el de Departamento de Guerra, podría gustarle el brillante espectáculo de la enorme armadura del rey Enrique VIII, a la que solo le falta la monumental bragueta metálica del obeso rey Tudor. (Es una lástima que Trump no pueda probarse la armadura; él y el despótico Enrique tienen en común una profunda afinidad por el oro, una profunda germofobia y una afición por la perturbación expoliadora de las instituciones sagradas).
¿Qué espera conseguir el Reino Unido tratando con una segunda explosión de máxima pompa a un presidente que la mayoría de sus ciudadanos detesta? Para el agitado primer ministro Keir Starmer, cuyo índice de favorabilidad ronda el 24 por ciento y que acaba de tener que despedir a su embajador en Washington, Peter Mandelson, por su correspondencia excesivamente cordial con el delincuente sexual convicto Jeffrey Epstein, es una oportunidad de anunciar nuevos acuerdos por valor de miles de millones y parecer un líder en control.
Pero la bienvenida de Trump a Windsor será también un impulso para la relevancia real, un escaparate de la destreza como estadista internacional de Carlos, quien desempeñará un papel diplomático fundamental —no meramente ceremonial— en la segunda visita del presidente de Estados Unidos.
Durante años, los críticos se preguntaron cómo el obstinado y emotivo Carlos, obsesionado con temas con los que era difícil identificarse entonces como el cambio climático, la homeopatía y la conservación de la artesanía tradicional, podría alcanzar la mística real de su madre. Isabel fue un enigma durante 70 años, mientras que sabemos absolutamente todo sobre Carlos, desde su vida sexual con Camilla durante los tiempos en que fue su amante hasta la deprimente pelea con su hijo menor, el príncipe Enrique. Mientras la opinión pública británica espera que el príncipe Guillermo entre por la puerta del destino, lo máximo que se esperaba del reinado de transición de su septuagenario padre era, en frase de Churchill, simplemente “seguir adelante”.
Y, sin embargo, los primeros años de Carlos como monarca han sido una especie de triunfo discreto. Curtido en innumerables giras por el extranjero, macerado en su papel constitucional a través de años de práctica y ahora alineado mágicamente con gran parte de las preocupaciones de la ciudadanía moderna (su campaña de décadas contra los pesticidas y los colorantes alimentarios, por cierto, suena ahora como la parte sensata del movimiento MAHA, sigla en inglés de “Hagámos a Estados Unidos saludable de nuevo”), Carlos puede ser el último hombre en pie que puede exudar dignidad global en el basurero de nuestro mundo dominado digitalmente.
Fue quien consiguió apaciguar algunos de los sentimientos heridos por el brexit dorándole la píldora al Bundestag en un alemán fluido y dirigiéndose después calurosamente al Senado francés en un francés perfecto. Señaló eficazmente el disgusto oficial británico ante las burlas de Trump sobre Canadá como el 51.er estado de Estados Unidos con un rápido viaje para inaugurar el Parlamento de Canadá por invitación de Mark Carney, el primer ministro. Su célebre muestra de decencia humana invitando al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, a tomar el té en su casa privada, Sandringham, justo después del vergonzoso apaleamiento de Zelenski en el Despacho Oval, fue un gesto que Isabel, con su estricta fidelidad a las agendas diplomáticas, nunca habría considerado. En la era de las redes sociales, cuando la máscara de la monarquía ya no es posible ni deseable, Carlos está redefiniendo cómo esperamos que se comporte un soberano.
Resulta aún más trágico que el diagnóstico de un cáncer no revelado pueda convertir su reinado en una carrera contrarreloj, lo que le añadió angustia a su largamente pospuesta reunión con su distanciado hijo Enrique la semana pasada. Carlos sabe que, en estos tiempos de desagradables discordias políticas, una familia real fracturada tiene mala pinta. Pero también fue el cumplimiento de un anhelo paterno. No es ningún secreto que Carlos extraña desesperadamente a su hijo pródigo, quien, en otros tiempos, siempre fue el pícaro divertido y efervescente comparado con el más altivo y hannoveriano Guillermo. Es comprensible que a Guillermo le enfurezca ver a su traidor hermano menor, quien se ha pasado los últimos cinco años destrozando a su familia en televisión y promocionando un libro traicionero que ha sido un éxito en ventas, dando vueltas por el circuito benéfico británico, haciendo una bien recibida escapada a Ucrania y eclipsando las sesiones fotográficas de los diligentes compromisos del propio Guillermo.
Pero Carlos, según me han dicho, está harto de la intransigencia moralmente superior de su hijo mayor en la disputa familiar, y quiere volver a abrazar a Enrique, si tan solo este pudiera mantener la boca cerrada. La posterior entrevista de Enrique con The Guardian, en la que el imperturbablemente arrogante príncipe dijo: “Tengo la conciencia tranquila”, sugiere a sus enemigos la inutilidad de esperar que Enrique juegue al viejo juego real.
Aquí, en Estados Unidos, estamos obsesionados con el proceso y el drama de la política presidencial, el peso del cargo, la colonoscopia diaria del cuerpo de prensa de la Casa Blanca y las intolerables intromisiones en la vida privada de nuestros líderes. Las ex primeras damas se quejan de las presiones que soportan durante años infernales en la burbuja de la Casa Blanca. Pero solo las personas nacidas en la institución de la monarquía, o las que llegaron por matrimonio a ella, conocen el verdadero significado de la vida en una jaula, definida por el deber, el servicio y el incesante escrutinio público sin más salida que la muerte o la huida. Es más parecido a ordenarse sacerdote que a vivir una vida grandiosa con alfombra roja, atendida por sirvientes serviles, algo que Meghan, la esposa de Enrique, nunca comprendió.
¿Hay alguna posibilidad de que Trump salga de la casa real de Windsor con una mayor comprensión de lo inútil que es hacerse pasar por un falso rey? El castillo de Windsor ha sobrevivido mil años, al igual que la monarquía británica. Como me dijo Fry: “Uno espera que Trump lea, al menos subliminalmente, el mensaje del castillo. Que el verdadero poder no se ostenta. Que el encanto tiene mejor aspecto que la ostentación”. Desafortunadamente, es más probable que Trump encargue algunas armaduras y un montón de alabardas para el desfile del 250.o aniversario de Estados Unidos.
Quizá el verdadero resultado de la visita de Estado de Trump sea una reafirmación de la confianza constitucional del Reino Unido en sí mismo. El soberano siempre se erigirá como imagen de estabilidad, por encima del ineludible conflicto partidista. Resulta tranquilizador pensar que un monarca británico seguirá entreteniendo a presidentes estadounidenses mucho después de que Trump se haya convertido en una cáscara de la historia.
The New York Times