El Twitter de Abinader
Marino Beriguete
En un país donde las instituciones han sido tantas veces sometidas al clientelismo, la impunidad y la corrupción, escuchar a un presidente declarar que no será cómplice de nadie, ni siquiera de sus amigos, tiene el efecto de una campanada en la madrugada. Luis Abinader, al publicar en Twitter un mensaje sobre las irregularidades descubiertas en la ARS Senasa y remitidas a la Procuraduría General, no se limitó a cumplir con una formalidad: trazó una línea política y moral que, si se sostiene, lo situaría en esa rara tradición de mandatarios que buscan que la ley no sea un decorado, sino una práctica viva.
Lo notable no está solo en el anuncio, sino en el tono. “Puedo tener buenos amigos, pero jamás cómplices”, escribió Abinader, como quien recuerda que el poder no es una cofradía ni un club privado, sino un servicio público que se debe al ciudadano. Esa frase evoca a los pocos gobernantes latinoamericanos que, contra la inercia del presidencialismo, intentaron romper con la lógica tribal de la política. Pero también recuerda lo difícil que es mantener la coherencia cuando los engranajes del Estado, aceitados por favores, conspiran contra la transparencia.
La corrupción en el país no es un accidente: es casi una cultura. Una forma de socialización donde el político que roba, pero reparte, es tolerado, y donde la frontera entre amistad y complicidad se borra con facilidad. Abinader parece consciente de ese pantano histórico y ha querido levantar un dique con la palabra y el gesto. Enviar un expediente a la justicia es un acto ordinario en democracias maduras; en la nuestra, adquiere la dimensión de un acontecimiento. Porque supone reconocer que el poder no puede blindarse, que debe exponer sus propias entrañas a la luz pública.
Pero conviene preguntarse: ¿hasta dónde alcanza esa voluntad? ¿Puede un presidente, por sí solo, quebrar un entramado de décadas, donde partidos, empresarios y funcionarios han tejido una red de lealtades interesadas? Algunos ciudadanos creen que la corrupción es un mal endémico de nuestras democracias, y que no basta con denunciarla: que hay que desmontar las condiciones que la hacen posible. Eso exige reformar instituciones, reducir la discrecionalidad, educar a la ciudadanía y, sobre todo, sostener la palabra con hechos.
La advertencia del mandatario a sus funcionarios —“para que no se equivoquen”— es un mensaje que trasciende la burocracia: apunta a toda la clase política. Es un recordatorio de que la justicia no puede ser selectiva ni episódica, que no basta con perseguir a los adversarios mientras se protege a los cercanos. La verdadera prueba llegará cuando el círculo íntimo del poder —aliados de campaña, amigos de toda la vida— enfrente acusaciones y no halle refugio en la amistad presidencial. Solo entonces la promesa se convertirá en convicción.
La política, decía Camus, es también un ejercicio moral: elegir entre el cinismo y la coherencia. El mensaje de Abinader pretende encarnar lo segundo. Ojalá no se diluya en una frase brillante que el viento se lleva, sino que se convierta en práctica sostenida y marque una época. Porque en un país donde la corrupción ha sido norma, la coherencia puede ser la más revolucionaria de las excepciones.
Y sin embargo, la corrupción es como una sombra vieja: se repliega, cambia de rostro, pero nunca desaparece del todo. Erradicarla exige más que decretos: exige voluntad, memoria y coraje. Abinader ha encendido una lámpara en la penumbra; la cuestión es si esa luz sabrá mantenerse viva o si, como tantas veces en nuestra historia, acabará devorada por la oscuridad.
Demuéstreme que estoy equivocado…
El Caribe