Españolitos, Negros y Mulatas
Los inmigrantes quedaron encantados con los negros y las mulatas
José del Castillo Pichardo
Josep Gausachs –mi vecino en la casa gemela de la sancarleña Eugenio Perdomo-, José Vela Zanetti, Ángel Botello Barros, Manolo Pascual, llegados a estas tierras tropicales tras la derrota del bando republicano en la Guerra Civil española en 1939, junto a otros artistas refugiados de diversas nacionalidades amenazados por la expansión nazi en Europa, quedaron deslumbrados por la naturaleza exuberante de la isla. Que otearon desde la mar y probaron en boca al morder las frutas pulposas saboreadas al descender del barco.
Se dejaron seducir por el color, fuerte y vivaz, repartido entre las cosas y las casas, también diseminado en el paisaje humano semoviente conformado por negros, mulatos y una minoría blanca. Ese mural estaba ahí, vivo, esperando, sólo había que plasmarlo, algo que hizo con rigor un Vela Zanetti enfebrecido, con disciplina de obrero de la construcción. Sus figuras recias, fornidas, macizas, de rostros duros curtidos por la etnia y el trabajo, quizás promisorias de un mejor destino. Acaso remedo de la utopía igualitaria ahogada en la trinchera de combate abandonada, que se colaba ahora como sueño postergado.
Esas morenas estupendas también estaban ahí, vigorosas, con sus labios como nísperos carnosos olorosos. Tetas generosas coronadas en pezones espléndidos, dulcemente complacientes, amamantadores. Y unos culos robustos, de geometría volumétrica excitante. Hechos para la vida plena y el goce de la carne.
Cómo negarse entonces, un artista maduro llamado Josep Gausachs, otro joven pintor aprendiz de mundos nuevos Ángel Botello Barros, ambos atrapados en las redes complejas de la seducción, a estudiar con vocación monástica tanta belleza junta. A realizar con metódica de boticario un inventario morfológico, clasificar rasgos y elaborar la tipología de esta gente. Perfilar sus gestos, desentrañar su ánimo, revelar su alma. Penetrar en el hondón de tanta humanidad desdeñada por tanto tiempo por los blanquitos y mulatos criollos, que se comían la fruta deseada en la trastienda, sigilosamente, a hurtadillas.
Eso hicieron laboriosos estos visitantes re-descubridores (algunos como Gausachs dejaron aquí fértil discipulado en Hernández Ortega, Clara Ledesma, Ada Balcácer, junto a sus propios huesos mortales), quienes nos colocaron el espejo étnico colgado en sus dibujos escudriñadores, en sus óleos coloridos, fraguados en paredes pobladas de pueblo. Para que mirásemos el rostro real de nuestra gente, no sólo la pomada blanqueadora de Trujillo con su pelo alisado y la mofletuda estampa acompañante de La Españolita, escenas repetidas hasta la náusea en el triquitraque mediático de una ideología mulata vergonzante acompasada de hispanismo acartonado mal digerido.
Fueron revolucionarios en el más profundo sentido del término. Provocaron la catarsis necesaria, para que liberáramos los demonios del prejuicio y nos conciliáramos con nuestras raíces étnicas diversas. Hicieron eso, bajo la dictadura, aprovechando incluso las paredes oficiales y el espacio íntimo familiar del dictador. Llegando hasta la casa de la “excelsa matrona”, la buena de Mama Julia (hoy sede de UNAPEC), para plasmar en ella la fiesta criolla del merengue, convite mulato, moreno, con guardias recostados terciándose una chata de ron. Y todavía los estamos descubriendo, redescubriéndonos con ellos.
También los escritores refugiados registrarían sus impresiones sobre este encuentro entre dos mundos en obras eruditas meritorias como Memorias de una emigración: Santo Domingo, 1939-1945, del catedrático valenciano e historiador de la literatura española Vicente Llorens. Un verdadero fresco sociológico del impacto multifacético que tuvo esta inmigración en la sociedad dominicana, sus instituciones y en la vida cultural, reanimada vertebralmente por su presencia. Artes y oficios, música, arquitectura, artes dramáticas, educación superior, periodismo, bibliotecas, ediciones de libros, investigaciones históricas, legislación laboral, escuela diplomática, industria. En mucho está la huella progresista y laboriosa de esta inmigración de superior calidad.
En un juego más próximo a la realidad que a la ficción, de fuerte acento testimonial, el novelista y ensayista catalán Vicenc Riera Llorca dejó estampada su experiencia en la narración Tots tres surten per l’Ozama. Publicada en México en catalán en 1946 y cincelada en la relación entre tres amigos, la obra editada en castellano por la Fundación Cultural Dominicana en 1989 captura la lucha de los recién llegados por abrirse camino en el plano laboral -incluyendo las inclemencias del clima tropical caluroso y húmedo, las condiciones sanitarias adversas en las colonias agrícolas que provocaban fiebre palúdica y elefantiasis.
Riera Llorca consigna el interés de las madres mulatas dominicanas por encastar a sus hijas con los jóvenes blanquitos españoles. La dinámica coloquial del centro de Ciudad Trujillo, con la calle El Conde y sus cuadrantes como nervio comercial y social. La gastronomía del restaurante Hollywood ubicado en esa vía con Hostos que empleó como mozos a los jóvenes refugiados. La curiosidad por los ritos afroamericanos, como las ceremonias de vudú con sus misterios. La magia del baile y la pasión musical de un pueblo raigalmente alegre. Y por supuesto, el ambiente rigurosamente vigilado por el caliesaje local al servicio del celoso dictador. Eran los ojos y oídos de Trujillo que estaban en todas partes. Por eso ese pasacalle que proclamaba con desenfado pagano: “Dios y Trujillo”.
Otras dos narraciones de valor testimonial son Blanquito de Mariano Viñuales, publicada en México en 1943. Y Medina del Mar Caribe de Eduardo Capó Bonnafous, editada en México en 1965, con reimpresión de la Sociedad Dominicana de Bibliófilos y prólogo de la historiadora María Ugarte. Ella misma -una de las cimas de la inmigración republicana, fallecida tras una vida fecunda con amplia obra realizada en esta tierra que la acogió, ligada a mis dobles primas Piantini del Castillo.
La Ugarte afirma: «Blanquito es un muchachito negrito de la frontera, un encanto de niño y muy inteligente», a quien un español, el autor, «lo lleva consigo a todas partes». Establecido en la colonia agrícola de El Llano, en la fronteriza Elías Píña, Viñuales retrata usos y costumbres comarcanos, creencias arraigadas en la gente. Sus personajes infantiles expresan el anhelo de «mejorar la raza» mediante el cruce de negros y mulatos con blancos. El complejo del pelo «bueno» en contraste con el crespo, con «las pasas». Además, para Blanquito, «los jaitianos no son gente» sino ‘gavilleros que roban y se comen gente'».
En las lomas de Medina, San Cristóbal, se instaló una colonia agrícola que tuvo entre sus «agricultores» asentados a la propia segoviana María Ugarte –ya entonces licenciada en filosofía y letras en la Universidad Complutense de Madrid- y a su esposo ruso Constant Brusiloff -profesor de idiomas en dicho centro e intérprete de los asesores militares soviéticos que operaban en el Frente Norte. Allí predominaba una población de negros «descalzos y rotos», principalmente jornaleros.
En la obra de Capó Bonnafous figuraba el coronel Saavedra, de vestir impecable, «blanco, nieto de españoles, de cara franca y risueña». Trujillo -quien visitó la colonia preocupado por las condiciones calamitosas- aparece figurante como «un paisano, mulato muy claro, de cara ancha y agradable, con un bigote muy recortado para disimular las canas, con un ‘jipi’ y un traje de lino rudo de hechuras impecables».
Como refiere Carmen Cañete en monografía sobre el entramado étnico de estos dos relatos, abundaron los cruces sexuales entre varones españoles y negras dominicanas, al lograr los iberos conseguir «su apaño» en el regazo de hermosas hembras, deseosas de «adelantar la raza». Igual sucedió entre la hermana de un colono español y un coronel negro, quienes cogieron cama. La percepción de superioridad en los saberes del blanco extranjero quedó evidenciada al enfermar el único español de la colonia que se entendía en menesteres paramédicos.
Ante la emergencia que afectaba a un negro, un guardia («que también era bembón» como reza la canción antológica de Bobby Capó y Maelo Rivera) forzó a obrar en menesteres paramédicos al colono García, quien nunca había puesto una inyección: «!Diga que no quiere inyectá a un prieto! ¡Pero no me mienta a mí!». Así, doblemente obligado, García «le hizo tumbarse boca abajo y bajarse los calzones, para inyectarle en el trasero: más negro que una noche de tormenta.»
En Paisaje y Acento, José Forné Farreres nos regala refrescantes viñetas. Entre ellas una de Güibia en su era de merecido esplendor.
«Desde la mañana hasta el atardecer, un hormiguero de bañistas marean el cielo con sus trusas de colores y ‘slips’ ceñidos a sus carnes. A lo largo de la arena requemada por el sol desfila una geometría de cuerpos, con elegancia alada, sensual. Epidermis (ébano, bronce, mármol) que respiran salud, bruñidas por el yodo y el sol…Muchachas capitaleñas, vaporosas, elegantes…paseando su garbo cosmopolita. Ojos amulatados, o verdosos, pero siempre grandes, como una almendra del trópico, y de relieve grácil esculpido en las durezas de la carne torneada. Ojos de negrura morocha y dulzor impenetrables, que al mirar anonadan, alucinan, hipnotizan. Labios entreabiertos, azuleantes o encendidos como una rosa en llamas, que producen una sensación de quemadura voluptuosa.»
Es evidente que a Forné Farreres, alucinado por la calentura del inclemente sol de estos trópicos implacables, se le apareció la divinidad yoruba Yemayá en nuestra espléndida Güibia de los almendros, esbelta y majestuosa, con sus pechos generosos emergiendo de las aguas espumosas, provocando con su cadencia rítmica el vaivén acompasado de las olas. Y allí, como acaeciera en otra historia protagonizada por un embelesado Contín Aybar ante la belleza de su admirado joven bañista Biel, a Forné le atrapara el hechizo seductor de la carne fresca bronceada, colmada por cristalinas gotas marinas de sal yodada…
Fuente Diario Libre