Estos tiempos bárbaros (9)

Juan T. Monegro

Aunque a leguas se me note, lo confieso. Soy averso a las guerras, a los ejércitos, a las alianzas militares, a todos los imperios. ¡A todos, dije! A lo Neruda, me declaro un simple “pacifista por fuera y por dentro” (Versainograma a Santo Domingo). “No” a las guerras en todo ámbito y niveles: personal, familiar, nacional y geopolítico, por execrables, atroces, destructivas. Inhumanas.

Toda guerra es negación infructuosa del espíritu. El drama humano que entraña se concreta en consecuencias repulsivas, horrendas, crueles; tal cual, descritas con su lenguaje poético y crudo, una y otra vez, por Vassily Grossman en su ya citada obra (Vida y Destino):   

“El polvo, el hedor y el ruido de la guerra se asentaron en su vida como un velo gris. El dolor, la pérdida y el miedo se convirtieron en compañeros constantes, devorando la inocencia y la esperanza. Los soldados se veían atrapados en un torbellino de violencia y destrucción, enfrentándose a la realidad de la muerte y la deshumanización”.  

Es el drama humano de la guerra.

Y siendo así, ¿por qué las guerras? ¿Qué las justifica? ¿Quiénes la desatan?

Las guerras las traman y lanzan los políticos. Son resultado de un proceso bien complejo en el que interactúan, enredadas entre sí, factores económicos, sociales, políticos y geopolíticos, principalmente; imperando un ánimo de creciente tensión destructiva (no fecunda). Cuando el diálogo y la diplomática no resultan, entonces se resuelve por vía primitiva, la de la fuerza bruta. ¡Al que gane o quede vivo!

O son los mismos líderes políticos que, en función de una lógica de guerra establecida (los “objetivos estratégicos”), de cálculos y de condiciones dadas, y/o por mutua conveniencia, acuerdan en algún momento dado acabarla o suspenderla; y quizá, restablecer negociaciones para, otra vez, la cooperación y la posible convivencia en paz. Así es la guerra.  

¿Se justifican? Sí. Siempre hay una justificación para la guerra. Y como que se repiten. Aquella, por reparación de dignidad, honra y honor, cuando ultrajados; ésta, por intentos de expansión territorial, cuando deseado; la de allá, por acumulación de tensiones entre potencias que compiten poderío, y quieren más. La de acullá, para agrandar el imperio y difundir el modo de vida propio en las tierras conquistadas; o la otra de por allá, por motivos geopolíticos y económicos, como el control de rutas comerciales y de recursos, expansión territorial, y otros.

Asimismo, por retóricas civilizatorias como aquella de más allá, para llevar la luz, “la cultura” y “paz” (romana) a pueblos “bárbaros”. O la del lado, por divergencias de visión estratégica sobre el modelo a imponer en la construcción o conducción de una sociedad (guerras civiles o entre naciones); o la del otro lado, por rivalidades por el control de territorios y rutas comerciales entre tribus, razas o naciones. O si no, la de allí, por la búsqueda de tierras para establecerse y escapar de presiones demográficas. O nada de esto, sino que por cuestión de convicción: cuando la guerra es concebida como obra de deber sagrado (mandato de la divinidad) en contra de los infieles.

En fin, así por el estilo. A cada guerra, siempre su justificación.     

Como en todas, en la desatada por la invasión rusa a Ucrania se cuece, extiende y libra un inenarrable drama humano. Como en todas, ahí están los liderazgos de uno y otro bando enfrentados. Por supuesto, también la justificación.

Pero, asimismo, cada quien gestionando presuroso con su propia cuota-culpa a cuestas; eso sí, apuntando su índice al de enfrente. ¡Cínicos viejos!  Lavándose las manos a lo Pilatos, como si libres de culpa ante el desastre. Así andamos en estos tiempos bárbaros.  

Ernest Hemingway (1899-1961) fue un famoso escritor y periodista estadounidense ido a destiempo, se suicidó. Entre sus obras de mayor nombradía cuentan “Por quién doblan las campanas” (1940), “El viejo y el mar” (1952) y Adiós a las armas (1929). En esta última novela, ambientada en la Primera Guerra Mundial, retrata con lenguaje crudo y realista, y un estilo conciso y directo, su perspectiva sobre el drama humano de la guerra.

“Es extraño que un hombre pueda conocer un sitio como este y no estar completamente loco. Cada ruido destruye. Cada vuelo de una bala. Y, sin embargo, aun así, es hermoso aquí. Hay una cierta belleza en la destrucción. Ahora lo entiendo. Quizás esto sea lo que realmente estamos buscando: el final absoluto. El fin de todo este sufrimiento. Pero, oh, ¿qué hay después? ¿Qué hay después de la guerra? ¿Hay algo en absoluto?”.

La fuerza destructora de la guerra envuelve todo. Lastra todo. Acaba todo. Normaliza la enajenación vital (física y emocional) de los soldados, volviéndolos inhumanos.

Abrazando como ética la obediencia, la disciplina, la lealtad, la valentía, la resiliencia, las habilidades tácticas y la resistencia física, entre otros atributos que se mezclan con la brutalidad, la tirria y el desprecio, y la insensibilidad humana, el soldado se ve fuera de sí. Un estado de ánimo que, quizá, es la única zona de confort mental posible y de provecho para sobrevivir. Para defenderse del ruido ensordecedor de las constantes explosiones, de la confusión, del miedo. De la violencia y la muerte omnipresentes.

Y, sin embargo, al final, la cuestión fundamental. El sentido de guerra. Y de la vida misma. El ´para qué´. ¿´Qué caso tiene todo esto´?  

Mensajes e interpelaciones. El primero: La persona y su derecho de existir. Como en las de otros tiempos, en las guerras de hoy en día, habidas y por haber, más allá de la justificación: ¿es ético sacar del primer plano de atención el derecho a vivir de una persona?; ¿se vale ignorar el impacto psico-socio-emocional y moral que causa en el soldado que está en el frente, del bando que sea? Sería inhumano.

¿Cómo obviar esa realidad del individuo envuelto en la brutalidad y una violencia constante, en la tribulación brutal que, con el paso de las horas y los días, le lleva a la deshumanización, al desapego emocional, a un progresivo cinismo existencial, y a una creciente desilusión vital? Clama a la atención, cómo la exposición permanente a situaciones extremas (el ´mano a mano´ con la muerte, incluido) trastorna la visión de los soldados sobre el mundo, su capacidad para reconocer y conciliar con otro “yo”, y de relacionarse e intimar con los demás, sus semejantes.   

Segundo: El arte de la justificación. Dicen por ahí que, ´de argumentaciones, motivos y buenas razones están hechas las calzadas del infierno´. La fachada también. Todas las guerras tienen su justificación. Una retórica hilvanada escrupulosamente con la pretensión de beatificar el conflicto bélico, vendiéndolo como acto necesario, santo y bueno. Verdad de Dios: la retórica justificatoria es un producto para la mercadotecnia de la guerra. ¡Siempre!

Sin embargo, los motivos aducidos, ¿valen lo que pesan? ¿Valen tanto desastre, destrucción y muerte? ¿Qué valor moral y ético comporta la retórica justificadora pregonada como razón de guerra? Justificaciones de las que, las más de las veces, el soldado se siente enajenado. No sabe a ciencia cierta el qué, ni el por qué ni el para qué. Pelea y arriesga su vida sin sentido de propósito. ¿Cuál es la utilidad de ´esta´ guerra? ¿Qué tanto es un absurdo o un capricho ajeno a su vida?   

Tercero: Guerra y deshumanización. Desde la perspectiva Hemingway, la guerra es como un dragón; un monstruo de múltiples cabezas que, entre sus consecuencias devastadoras, lastra los sentimientos más humanos propios del reino de este mundo. Arruina la capacidad de los involucrados para sentir, para el amor, para la esperanza, para la felicidad. La guerra es deshumanizante. Crea desapego emocional. Mata el sentido de la vida. Ese es, como se diría, ´el lado flaco de esa cosa gorda´ que es la guerra.

Cuarto. Sacando de debajo de las piedras: la cuestión existencial, la capacidad espiritual, lo humano. Es bonito apreciar cómo en las circunstancias más terribles, el ser humano es capaz de levantar y honrar la vida. Cuando a pesar de todo, en medio de las más horrendas vicisitudes de la guerra, surgían destellos de humanidad y valentía.

Las relaciones y los lazos fraternales se forjaban en el fuego del combate, demostrando que incluso en los momentos más terribles, el espíritu humano puede encontrar la fuerza para resistir y sobrevivir (Grossman).

En la más pavorosa oscuridad de la vida puede ocurrir siempre un chispazo de esperanza, un resto bondad, de humanidad. Cosas propias de estos tiempos bárbaros.

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