Estos tiempos bárbaros: todas las guerras (10)

Juan T. Monegro

Guerras y conflictos armados los ha habido ´desde que Dios es Dios y nada un pez´ (Saramago); o sea, siempre. Son consustanciales al devenir de la historia humana. Una constante en casi todas las culturas. En cada circunstancia y época. Del modo y escala que sea, son el mismo drama humano de sufrimiento, de destrucción, de muerte.       

Fue el caso de la guerra entre griegos y troyanos: la Guerra de Troya (1194-1184 a.C), hecha para restaurar el honor y la reputación de los griegos, dañados tras el rapto (o el cuerno) de Helena, esposa del espartano Menelao, por parte del príncipe Paris, troyano. Donde brilló como el que más, el mítico guerrero Aquiles;

Entre griegos y persas: las Guerras Médicas (499-449 a.C.), en que ciudades-estado de Grecia la hicieron contra el Imperio Persa para defender (eso dijeron) la libertad, la autonomía y la seguridad de las ciudades-estado griegas;  

Entre griegos y espartanos: las Guerras del Peloponeso (431-404 a.C.), en que ciudades-estado de Grecia se enfrentaron a Esparta, por la rivalidad y la competencia por el poder, y la hegemonía en la región del Peloponeso;  

Entre macedonios y habitantes de regiones objeto de conquista: las Guerras de Conquista (431-404 a.C), lideradas por Alejandro Magno; justificadas con el objetivo de difundir la cultura y la civilización griega, y expandir el imperio de Macedonia;  

Entre romanos y cartagineses: las Guerras Púnicas (264-146 a.C.); en que los imperios de Roma y Cartago se enfrentaron movidos por la ambición compartida de, cada uno de su lado, controlar y dominar el Mediterráneo Occidental;  

Entre romanos y galos: las Guerras de las Galias (58-51 a.C.), lideradas por Julio César; en que la República de Roma enfrentó las embestidas de las tribus de Las Galias con fines de (la justificación) mantener la seguridad de las fronteras, expandir la influencia y el poder del imperio, asegurar el control de recursos y riquezas, y por el prestigio y ambición personal del Emperador;

Entre la parte romana liderada por el emperador Julio César, y la otra, encabezada por el líder del Senado y de la aristocracia romana, Pompeyo: La Guerra Civil Romana (49 – 45 a.C.); en que las partes pelearon por visiones e intereses divergentes e irreconciliables sobre cómo hacerle para la mejor preservación, seguridad y defensa de la República Romana. Asimismo, la lucha del emperador en contra de la corrupción reinante en la aristocracia romana (el Senado incluido);

Entre los imperios Romano y Parto: las Guerras Romano-partas (58 a.C. – 298 d.C.); enfrentados por el control de territorios estratégicos, rivalidades políticas y territoriales, la protección de intereses económicos y comerciales, y, además, por factores culturales, religiosos y étnicos;

Entre romanos y bárbaros: las Invasiones Bárbaras (intensificadas a partir del s. IV d.C.), en que el Imperio Romano, en fase decadente, enfrentó invasiones de pueblos o tribus “bárbaras” (germanos y hunos), motivadas por cuestiones de presión demográfica y migración, por inestabilidad política y social, por presión militar y búsqueda de seguridad, y por búsqueda de riqueza y saqueo; y

Entre persas y árabes: las Guerras Persas-árabe (602-628 d.C.); en que se enfrentaron el Imperio Sasánida de Persia y las tribus árabes islámicas lideradas por califatos árabes; esto, por motivaciones religiosas; por competencia política y territorial entre los imperios;  

Y así por el estilo.

Homero (s. VII a.C.), el renombrado poeta griego, autor La Ilíada y La Odisea (s. XI a.C.), dos epopeyas épicas ambientadas en la llamada “Edad Heroica” (una época legendaria que precedió al período histórico de la Antigua Grecia, describe así el drama humano de los guerreros en la línea del frente de la Guerra de Troya, en estos términos:

«Y se oyó un gran alarido, y en medio de ellos el rey Agamenón lanzó su grito, y de su lado escapó el alma valiente de muchos hombres y caballos; y en el suelo quedaron mezclados el polvo y los muertos. Y el sol, que lo veía todo, volvió su rostro y cubrió con sus rayos su negra cólera, mientras los pechos de los hombres hervían bajo el fuego de Zeus; y comenzó el día de la lucha, y los dos ejércitos se juntaron con brío, y la batalla fue horrible, como si el mismo dios de la guerra la presidiera» (La Odisea, canto VIII).

«Y allí, entre el clamor y el alboroto de los hombres, Patroclo yacía, abatido por la negra muerte y la fatiga incansable lo dominaba. Como un león que se halla en el corazón de la montaña y, saciado de sangre de vacas o de ciervos, se llena el vientre, y su corazón se enorgullece, y avanza con ánimo a combatir contra las ovejas y las negras reses. De igual modo también tú, Euforbo, enardecido de ánimo, te precipitaste contra los aqueos, porque te incitaba la juventud y la fuerza; y tú esperabas aniquilar a Patroclo. ¡Inocente! No sabías cuánto más fuerte era; ni que, aunque inmortal, debías caer bajo su lanza. Pues Aquiles lo envió, armado con sus propias armas, a fin de que aquel día el mal se acercara a los troyanos» (La Ilíada, canto XVI).

Mensajes e interpelaciones clave. Primero: El común denominador, el drama humano. Las guerras, todas las batallas son crueles. Pintan el mismo drama, la misma tragedia humana de horror y de violencia, de pérdida y sufrimiento, de vileza y destrucción; que se entremezclan con el valor, la gloria y la nobleza de los combatientes. ¡Oh paradojas! Y muestran la fragilidad de la vida humana, la inevitabilidad de la muerte, la efímera existencia de los humanos, y el dolor y el daño que sus acciones pueden infligir a los demás.   

Segundo: Propensión de la naturaleza. ¿Acaso hacer la guerra es reflejo de un rasgo distintivo, intrínseco, inherente a la naturaleza de los humanos? Vista la propensión a recurrir a los medios de violencia para reclamar intereses y resolver, ¿no será que andan por ahí, en la propia naturaleza de los humanos modernos, trazas genéticas de fiereza recibidas de los que fueron nuestros primeros padres, que no Adán y Eva? ¿Por qué pensar que, fue sólo información genética de la buena, la transmitida en heredad por los antecesores inmediatos al homo sapiens: ¿homo neanderthalensis y homo denisova pura sangre, mansos y pacíficos cual palomas, cientos de miles de años atrás? Parece que no fue así. Seguramente que la carga fue diversa.      

Tercero: Los desencadenantes constatables. Lo históricamente verificable como desencadenantes de las guerras, en mayor o menor medida, son los intereses económicos, políticos y territoriales; la competencia por recursos económicos (escasos); el deseo de expandir el poder y la influencia; las tensiones étnicas y religiosas; y las desigualdades socioeconómicas; las diferencias ideológicas y religiosas; entre otros.

Cuarto: Suscitar una posición responsable. Es bueno asumir la reflexión sobre los costos y las consecuencias de los conflictos armados. Cultivar los valores de la compasión, la sabiduría y la justicia, como contrapuntos a la brutalidad y a la sed de poder que, a menudo, explican y acompañan a la guerra. Sumar a la apuesta valiosa de encontrar caminos pacíficos para resolver las diferencias y evitar el sufrimiento innecesario causado por la guerra.

¡Ay! de aquellos que, fanatizados en confiada persuasión de ideología, fundan firme posición parcializada ante el eterno drama humano de las guerras, como si de un juego de pelota en el estadio se tratara. ¡´Viva éste´! ¡´Caiga aquél´!

Sólo la compasión, la nobleza y la empatía con y hacia los directamente afectados, deben ser. ¡Así sea!     

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