Hay que sacar a Maduro del poder

Por Bret Stephens

The New York Times

Columnista de Opinión

Donald Trump ha fijado algunos objetivos ambiciosos para la política exterior de su segundo mandato: desde comprar Groenlandia hasta acabar con la guerra de Ucrania “en un día”. Pero hay un objetivo que llega con retraso, que es moralmente correcto y redunda en los intereses de nuestra seguridad nacional: deponer al régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, mediante la diplomacia coercitiva si es posible, o la fuerza si es necesario.

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La semana pasada, Maduro juró su cargo para un tercer mandato de seis años tras unas elecciones fraudulentas celebradas el pasado mes de julio que, según encuestas independientes, perdió por unos 35 puntos porcentuales. Su oponente, Edmundo González, está en el exilio; la jefa del movimiento de oposición, María Corina Machado, tuvo que pasar meses en la clandestinidad. Al menos 10 estadounidenses languidecen en cárceles venezolanas acusados de cargos dudosos. El régimen ha tratado a anteriores presos estadounidenses como rehenes políticos.

Eso ni siquiera es lo peor. En noviembre, el régimen mantenía encarcelados a unos 1800 presos políticos. Desde que Maduro llegó al poder, cerca de ocho millones de venezolanos han huido del país, lo que supone una cuarta parte de la población; al menos 600.000 se encuentran ahora en Estados Unidos. La desnutrición afecta a millones de personas; la tasa de criminalidad era una de las más altas del mundo en 2024. Se trata de un país que, en su día, estuvo entre los más ricos de América Latina.

Y Maduro sigue cortejando a nuestros enemigos, empezando por Irán, que al parecer ha establecido una “base de desarrollo de aviones no tripulados” en una base aérea venezolana.

¿Qué podría hacer caer al régimen? En su primer mandato, Trump intentó imponer sanciones económicas punitivas. No funcionaron. El gobierno de Joe Biden suavizó algunas de esas sanciones con la esperanza de que Maduro se comportara mejor. No funcionó. Las elecciones del año pasado, evidentemente, no funcionaron. Una recompensa de 25 millones de dólares por la detención de Maduro, impuesta este mes por Estados Unidos, tampoco funcionará porque solo sirve de incentivo para que Maduro se aferre con más fuerza al poder.

Siempre existe la posibilidad de un golpe de Estado, pero los altos mandos del ejército se han mantenido leales, por buenas razones: hace tiempo que se sospecha que los altos mandos han convertido el país “en un centro mundial de tráfico de cocaína y blanqueo de dinero”, según un artículo de 2015 de The Wall Street Journal. También hubo indicios de una revuelta popular en 2019, pero se desvaneció: el régimen parece haber aprendido de sus amigos de La Habana que la migración masiva es una buena manera de agotar a una nación al sacar a sus ciudadanos más descontentos, enérgicos y talentosos.

El economista Herb Stein dijo célebremente que si algo no puede continuar eternamente, se detendrá. Es un tópico que, en realidad, no es cierto. La llamada revolución bolivariana que comenzó con el ascenso al poder de Hugo Chávez en 1999 (en su día vitoreada por gente como Naomi Klein y Jeremy Corbyn) debería haber fracasado hace mucho tiempo. Pero no ha sido así. “El abuso de grandeza es el desgarro entre conciencia y poder”, dice Bruto en Julio César, la obra de Shakespeare. El de Maduro es un régimen sin remordimientos.

Eso significa que lo único que desalojará a Maduro y a sus compinches es la combinación de un poderoso incentivo y una amenaza creíble.

El incentivo es una oferta para que él y sus secuaces se exilien permanentemente, probablemente a Cuba o Rusia, junto con una garantía de amnistía para todos los militares y oficiales de inteligencia venezolanos que se queden y juren lealtad a un gobierno dirigido por el presidente legítimo. La amenaza es una intervención militar estadounidense como la que en 1990 acabó rápidamente con el régimen de Manuel Noriega, el hombre fuerte panameño. A eso podría seguir la extradición y el procesamiento en tribunales estadounidenses: en el caso de Noriega, condujo a 27 años de prisión. Los soldados estadounidenses se retiraron rápidamente y, desde entonces, Panamá es una democracia.

Si esto suena belicoso, es a propósito: Maduro y sus compinches solo abandonarán el poder pacíficamente si están convencidos de que la alternativa es peor. El sentido de una amenaza poderosa es que reduce las posibilidades de tener que llevarla a cabo.

¿Y si debemos hacerlo? La intervención militar siempre conlleva riesgos, vidas perdidas y consecuencias imprevistas, incluso contra un ejército débil y ampliamente detestado por su propio pueblo. Solo debe emprenderse si responde a un interés nacional urgente y apremiante. Poner fin a un régimen criminal que es fuente de drogas, emigración masiva e influencia iraní en América no debería ser difícil de vender para el gobierno entrante.

Tampoco debería ser una decisión difícil para los liberales. La base moral para derrocar a Maduro es clara: ha robado las elecciones, aterroriza a sus oponentes y maltrata a su pueblo. No da señales de cejar en su empeño, y mucho menos de dejarlo ir. Se han intentado todas las demás opciones de cambio político. ¿Cuánto sufrimiento más deben soportar los venezolanos y cuánto tiene que empeorar esta crisis hemisférica para que la pesadilla termine?

El presidente electo inspira mucho nerviosismo, aversión y miedo. Nos guste o, probablemente, no, ese es el hombre que han elegido los estadounidenses. Su elección para secretario de Estado, Marco Rubio, comprende mejor que la mayoría de los estadounidenses la verdadera naturaleza de estos despotismos tropicales. Acabar con el largo reinado de terror de Maduro es una buena forma de iniciar su gobierno, y enviarle una señal a los tiranos de otros lugares de que la paciencia estadounidense con el desorden y el peligro termina por agotarse.

The New York Times

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