La adicción estadounidense al bienestar extremo

Por Jessica Grose

The New York Times

Columnista de Opinión

Aunque me encanta la telerrealidad, solo vi unos pocos episodios de The Biggest Loser durante sus 18 temporadas, de 2004 a 2020. Lo que vi me incomodó, porque el programa parecía un triste espectáculo y sus productores parecían más interesados en humillar a la gente de cuerpos grandes que en ayudarla. Para los que no lo han visto, la premisa del programa era que sus participantes, cuyo peso promedio era de 149 kilos cuando empezaban el concurso, competían para ver quién podía perder más peso en unos siete meses. Algunos de los ganadores perdieron más de 90 kilos en ese estrecho margen de tiempo.

Un nuevo documental en Netflix, Cuerpos de TV: La realidad de The Biggest Loser, es una mirada entre bastidores al popular programa, y confirma la idea que me hice de él en algunos aspectos. El formato parecía diseñado para el dramatismo máximo más que para la salud máxima. Los entrenadores tenían un estilo de sargento que implicaba muchos gritos (“Nadie intimida a mi equipo excepto yo”, dijo una vez una entrenadora, Jillian Michaels, en plena competición). Los regímenes de dieta y ejercicio eran draconianos: a veces se aconsejaba a los concursantes que comieran menos de 1000 calorías al día, a pesar de hacer ejercicio durante horas.

Una serie de “desafíos de tentación” descritos en el documental parecían especialmente crueles. Los concursantes se enfrentaban a una bonanza de comida chatarra y a una fea elección: si comías la mayor cantidad de calorías, se te concedía la oportunidad de ver a tu familia, pero obviamente retrocederías en tu camino hacia la pérdida de peso y el dinero del premio final.

Aunque algunos de los participantes sentían que el programa había mejorado sus vidas, otros pensaban que su decisión de aparecer en él fue mucho más complicada. Isabeau Miller, una antigua concursante que no aparece en el documental, dijo en TikTok que tenía la sensación de que los productores, entrenadores y médicos estaban ahí para ganar dinero y convertirse en famosos: “Nadie decía: ‘¿Sabes qué me apasiona? Ayudar a quien es obeso a perder peso y a sentirse mejor consigo mismo’”.

Aunque empezó hace más de 20 años, The Biggest Loser presagiaba el actual estado maníaco de los contenidos de bienestar, en el que el matiz ha muerto y la funcionalidad corporal es secundaria a la apariencia. El programa mostraba a los concursantes ganadores en su momento de triunfo y luego apagaba las cámaras, de forma muy parecida a muchos populares influentes del fitness, que muestran sus cuerpos ideales ocultando los desordenados hábitos alimenticios que los llevaron hasta allí.

Kevin Hall, quien hasta hace poco era investigador científico en los Institutos Nacionales de Salud, siguió a 14 participantes de The Biggest Loser durante seis años después de su aparición en el programa. En 2016, él y sus coautores descubrieron que 13 habían recuperado al menos parte del peso que habían perdido, cuatro pesaban más que cuando empezaron el programa y la mayoría tenía un metabolismo más lento que antes de su experiencia ahí.

El documental ha iniciado una conversación sobre cómo los participantes podrían haber alcanzado sus objetivos de peso y forma física de un modo más saludable y sobre cómo los medicamentos GLP-1 como Ozempic son ahora una parte importante del control del peso que no estaba disponible cuando el programa estaba en la televisión. Pero me preocupa que ese mensaje se pierda porque la salud se ha polarizado tanto con el gobierno de Donald Trump, que comparte un ethos con The Biggest Loser: la obsesión por la responsabilidad personal y los medios de comunicación sensacionalistas.

En un episodio del pódcast Conspirituality, que analiza el bienestar, la forma física y las tendencias de la Nueva Era, los presentadores, Derek Beres y Julian Marc Walker, establecen paralelismos explícitos entre el fracaso performativo de The Biggest Loser y las excentricidades de Robert F. Kennedy Jr. y sus seguidores del movimiento MAHA (Hagamos a Estados Unidos saludable de nuevo). Michaels, cuyas apariciones en el programa la hicieron famosa, es aliada de muchas figuras de MAHA y MAGA, aunque declaró a Molly Langmuir, del Times, que en realidad no se considera parte del movimiento. (No participó en el documental y tampoco es fan).

Los presentadores de Conspirituality se enfocan en la reciente hazaña de Kennedy y el secretario de Defensa Pete Hegseth en las redes sociales — los dos miembros del gabinete de Trump más comprometidos con ese tipo concreto de fuerza performativa y masculinidad conservadora—, en la que ellos y miembros de las fuerzas armadas intentan hacer 50 flexiones y 100 dominadas en un periodo determinado, como parte de lo que denominaron el Desafío de Pete y Bobby.

Numerosos expertos en fitness señalaron que ninguno de los dos hombres mostraba una forma adecuada al hacer estos ejercicios y que esos ejercicios y el número de repeticiones son arbitrarios. Su reto no consiste en dar a la gente más tiempo al día para hacer ejercicio, ni en hacer las ciudades más transitables a pie, ni en mejorar el acceso a alimentos integrales en lugar de ultraprocesados.

Hall, uno de los principales investigadores de Estados Unidos sobre alimentos ultraprocesados, decidió retirarse de su trabajo en el gobierno este año. Dijo que renunció porque los funcionarios federales censuraban su trabajo y su discurso cuando contradecía los objetivos del gobierno de Trump.

No podemos controlar el algoritmo, pero un nuevo libro de Casey Johnston, A Physical Education: How I Escaped Diet Culture and Gained the Power of Lifting, ofrece un camino intermedio que podemos intentar seguir de todos modos. No cede la aptitud física a las personas que hacen dietas extremas, a los políticos conservadores ni a los vendedores de suplementos, pero tampoco es reaccionario. Me parece que a veces, en el esfuerzo por desacreditar lo que vende MAHA o por oponerse a la delgadez extrema, algunas personas se convierten en otro tipo de anticiencia, rechazando la idea de que la dieta y el ejercicio sean importantes en absoluto.

Johnston, cuyo boletín, She’s a Beast, trata sobre la salud y el bienestar, escribe sobre cómo el levantamiento de pesas le hizo darse cuenta de que había estado infraalimentando crónicamente su cuerpo en busca de un peso corporal bajo. Al centrarse demasiado en el cardio, también estaba ignorando la actividad que podría hacer que se sintiera y funcionara mejor. “Sentía mis músculos antes de poder verlos”, escribe sobre sus primeros días de levantamiento de pesas. Se hacía más fuerte y se movía mejor entrenando tres veces a la semana entre 30 y 40 minutos. Al poco tiempo, mientras que antes le costaba levantar una caja de arena para gatos de 18 kilos, ahora podía hacerlo con facilidad y sin hacerse daño en la parte baja de la espalda.

También me gustó que Johnston hablara en el libro del seguimiento de los macronutrientes. No es partidaria de un enfoque único de la alimentación para todos, pero escribe que poder comer lo que quisiera, siempre que se ajustara a sus macros, fue liberador para ella porque eliminó la “idea de que hay alimentos buenos/malos, limpios/no limpios”.

La llamé para preguntarle cómo se las arreglaba para desarrollar y promover un enfoque sensato de la dieta y el ejercicio, y me dijo que es algo con lo que ha luchado mucho porque no quería poner un “envoltorio diferente a los mismos conceptos tóxicos” que comercializan las partes depredadoras de las industrias del bienestar y el fitness. Johnston se ha dado cuenta de que parte del modo en que los humanos creamos significado es a través de nuestra relación con el mundo físico, lo que incluye cómo nos sentimos en nuestros cuerpos, cómo los movemos y qué les damos de comer.

Todos merecemos la oportunidad de desarrollar una fuerte conexión con nuestro cuerpo que nos haga sentir bien y nos permita funcionar hasta una edad avanzada. Es un proceso cotidiano, no hay soluciones rápidas y no es un viaje que quepa en un video de un minuto. No creo que el pan y circo — el sebo de res y los retos de tentación— nos consigan lo que necesitamos.

Notas finales

TV terapéutica: me encanta Jason Segel desde Freaks and Geeks, pero acabo de descubrir su programa de Apple+ TV, Terapia sin filtro. Sé que acabo de recomendar Terapia de parejas, pero parece que no me canso de los programas sobre profesionales de la salud mental. (Mi madre es psiquiatra; no puedo evitarlo). Terapia sin filtro es una comedia dramática, no un documental. Trata sobre un padre afligido, interpretado por Segel, quien también es psicoterapeuta. Su trauma le inspira una nueva forma de relacionarse con sus pacientes. Trabaja en una consulta con terapeutas interpretados por Harrison Ford y Jessica Williams, quienes son excelentes. Es una serie amable y fácil de digerir.

The New York Times

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