La fábrica de millonarios

J.C. Malone

[email protected] York

La filóloga espa­ñola, María José Rincón, re­veló en una conferencia en la Pontificia Universidad Ca­tólica Madre y Maestra que los dominicanos hablamos un español lleno de vocablos medievales. El idioma expresa lo que ocurre en nuestro cerebro, si habla­mos con vocablos medievales, ciertamente, en nuestras mentes perduran esos esquemas medievales.

En un extenso y muy bien documentado reportaje el Listín Diario explicó esta semana que los dominicanos en Nueva York tributa­mos para enriquecer al cónsul de turno. Sólo en la Edad Media el pueblo tributa para enri­quecer a un rey. Si hablamos y tributamos co­mo medievales, definitivamente somos me­dievales.

El reportaje explica la cantidad de dine­ro que se gana el cónsul con los pasaportes, pero hay mucho más plata en los actos nota­riales y otros trámites, ese dinero es incalcu­lable, nunca llega a las arcas públicas.

El Consulado General de la República Do­minicana en Nueva York es una fábrica de millonarios.

Desde el asesinato del dictador Rafael Leónidas Trujillo, quedó claro que lo único realmente malo del trujillismo era, precisa­mente, Trujillo. Muerto el jefe, todo siguió funcionando como él lo dejó, solo algunos nombres fueron cambiados.

El entramado que le permite al cónsul hacerse millonario es absolutamente legal, lo diseño Trujillo para financiar su Partido Do­minicano, sin tocar los fondos públicos.

Aquellos cónsules repartían con Truji­llo, sospecho que los de la “democracia” no se quedan con toda esa plata.

Esa fábrica de millonarios funcionó per­fectamente durante los 22 años que gober­nó Joaquín Balaguer. Floreció durante los 20 años de Leonel Fernández y el Partido de la Li­beración Dominicana. Funcionó en los 12 del Partido Revolucionario Dominicano y los dos que lleva el Partido Revolucionario Moderno.

Hubo un cónsul peledeísta que ocupó el puesto dos veces y cuando se enteró que lo destituirían, viajó al Palacio Nacional, allá se arrodilló, implorando que no lo quitaran. Hincado, un hombre tan grande y encum­brado, rogaba que lo dejaran “terminar mi obra”, con voz trémula, acongojada.

El Presidente Luis Abinader no creó esa fábrica de millonarios, él prometió “cam­bio”, y nada cambió, pero tiene una oportu­nidad única.

Abinader debe llevarse la gloria de des­mantelar el infame y sucio mecanismo tru­jillista de enriquecimiento personal, ¿se atreverá?

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