La piedra

José Luis Taveras

Es posible que muchos de los que lean este artículo estimen como excesivo agotar sus líneas en un suceso aparentemente aislado. Por pensar de esa manera hemos consentido un estado de anomia que ha hecho perder el sentido social del asombro frente a hechos de mayor relevancia.

Me refiero a Johel Raphael Cabrera Espino, aquel conductor que fue alcanzado mortalmente por un peñasco arrojado desde uno de los pasadizos peatonales que se elevan por la avenida 27 de Febrero y Máximo Gómez en la madrugada del lunes 12 de diciembre.

El día de la ocurrencia, la Policía Nacional se adelantó en suponer que el autor era uno de los indigentes que circulan o pernoctan en esos corredores peatonales. Para sugerir la prevalencia de un patrón delictivo, la autoridad del orden aportó un dato que le dio otra dimensión al hecho: en su nota de prensa indicó que habían “sido apresados varios indigentes por cometer hechos similares en distintos puntos del país, incluyendo la avenida 27 de Febrero esquina Privada y la avenida Ecológica, en Santo Domingo Este”. De manera que la acción en contra de Johel Raphael Cabrera Espino no fue un acto episódico.

Al revelarse, un día más tarde, que el sospechoso era una persona aparentemente enajenada, la tragedia perdió conmoción pública y algunos hasta descargaron del adeudo a la autoridad responsable de garantizar la seguridad vial. Esa circunstancia, lejos de mitigar el interés, debió suscitar mayores atenciones porque pone sobre la mesa otro problema de abandono estatal: la salud mental.  Y es que la muerte nunca debe ser un evento rutinario, más cuando existen las capacidades para prevenirla o revertirla.

Este relato agrega otra cuenta a un largo rosario de muertes anónimas. En lo personal, lacera una herida emocional que apenas cicatrizaba: el brutal final de la vida de José Mauricio Lantigua Estrella, un médico santiaguero con apenas 24 años.  

De regreso a su ciudad, y al filo de la medianoche, José Mauricio fue alcanzado en el km 43 de la autopista Duarte, en Villa Altagracia, por una avalancha de piedras arrojadas desde la sombra por forajidos. Ante el ataque, el joven se vio constreñido a tomar una vereda que lo llevó a la vía paralela de la misma autopista Duarte. Desesperado y en dirección contraria, condujo instintivamente hasta encontrar la defensa frontal de un camión en marcha. Su vehículo quedó despedazado; el cuerpo, mortalmente herido. Minutos después de la colisión, según testigos, alguien salió de un vehículo oscuro y no para socorrerlo; le robó el celular, la cartera y otras pertenencias, dejando su cuerpo inerte y empotrado en los aplastamientos de la carrocería. Un lustro antes de este evento, ocurrido a mediados de este año, otro amigo perdió la vida en parecidas circunstancias, solo que a la altura del kilómetro 48 del mismo corredor; le llevaron hasta los zapatos.

Si a Johel Raphael le hubieran presagiado que iba a morir de una pedrada caída del cielo y en la vía de mayor circulación de la ciudad de Santo Domingo, se habría echado al piso de la risa. Era una posibilidad impensada, pero tuvo que suceder en un país normalizado en la tragedia, donde la indefensión retoza a su modo hasta con la muerte. Y bastaba con tan poco, como estacionar en la entrada y salida de cada pasadizo una vigilancia nocturna. Esa atención, menuda y barata, habría marcado la diferencia del relato, pero en el subdesarrollo los adelantos muchas veces deben ser paridos con los pujos de la tragedia. Aquí todo cuesta.

No sé si este evento active alguna voluntad pública que evite repeticiones en esa y otras áreas críticas; de lo que sí estoy seguro es de que la muerte de José Mauricio Lantigua Estrella no fue suficiente. Cada vez que paso por ese tramo de la autopista Duarte reduzco la marcha en procura de ver cierto asomo que pueda honrar su pérdida con alguna corrección dignificante a las condiciones que le arrebataron la vida; las cosas, sin embargo, lucen como quedaron; no hay cámaras, ni luces ni vigilancia, solo el recuerdo desierto y callado de esa infausta madrugada.

Quizás el brillo del progreso metropolitano nos ha hecho daño al alucinarnos con la creencia de haber humanizado una convivencia todavía primitiva. Tal vez precisemos de algunas pedradas que nos despierten del delirio capitalista. Ese que nos provoca a digitalizar la pobreza, a legislar con marcos jurídicos prestados, a filosofar con estados románticos de derecho o a presumir con esnobismos importados.

Ese es el problema del subdesarrollo materialmente engreído: cuantiosas inversiones en grandes obras y admirables olvidos en atenciones básicas. Una roca gigantesca que le da sombra a las nuevas visiones.

De regreso a su ciudad, y al filo de la medianoche, José Mauricio fue alcanzado en el km 43 de la autopista Duarte, Villa Altagracia, por una avalancha de piedras arrojadas desde la sombra por forajidos. Ante el ataque, el joven se vio constreñido a tomar una vereda que lo llevó a la vía paralela de la misma autopista Duarte. Desesperado y en dirección contraria, condujo instintivamente hasta encontrar la defensa frontal de un camión en marcha.

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