La valla más grande del Caribe: ¡gran vaina!
José Luis Taveras
Hace unos días, la prensa reseñaba, como hecho meritorio, “la erección” en Santo Domingo de la “valla publicitaria más grande del Caribe”. Esta estructura está emplazada en la avenida Los Próceres esquina John F. Kennedy. Se dice que tiene una dimensión de 501 metros. La megapantalla digital agrega carga al ya atestado ambiente visual de una ciudad anárquica que no soporta más estrés.
Mientras en importantes ciudades de América Latina sus gobiernos municipales tratan de aligerar los centros históricos de la contaminación visual, en Santo Domingo una veintena de empresas publicitarias se disputan los espacios sin un plan de ordenación racional que equilibre la colocación de la publicidad exterior.
Lo insólito es que ciertos gestores urbanos entienden que, por tratarse de publicidad animada y digital, no hay contaminación y que, al contrario, con ella se gana modernidad. ¡Eso es absurdo!: la luz, el movimiento y los colores hacen más cargante la experiencia visual. Por eso, para este tipo de publicidad, en grandes ciudades como New York, Tokio, Los Ángeles o Shanghái se manejan centros de tolerancia que permiten su ordenada concentración.
Nuestros patrones de expresión son exageradamente gráficos. Le ponemos letreros a todo; en ocasiones de mayores dimensiones que los negocios que identifican. Los rótulos, asimétricos y superpuestos, son parte del desorden ambiental. Ahora forran los edificios y los buses de publicidad; se utilizan los techos de casas y negocios para colocar inmensos carteles publicitarios. Una ciudad con calles estrechas, paseos ocupados y torres apiñadas soporta por demás una servidumbre publicitaria atosigante.
En nuestra percepción cultural, la suciedad urbana solo se asocia a la basura porque la mayoría de las ciudades del país carga una contaminación visual que la siquis procesa como un relato normal del entorno. Nos hemos habituado a las vallas, a las marañas de cables aéreos, a las ocupaciones de las aceras, a los embadurnamientos de las paredes y a otros elementos inarmónicos que espesan la captación sensorial de los paisajes. Su caótica disposición es tan o más estresante que la propia basura.
Uno de los eventos que puso en contexto la gran cantidad de vallas y carteles publicitarios que asaltan las ciudades de Santo Domingo y Santiago fue la reciente campaña electoral. Además de las estructuras publicitarias ya existentes, los ayuntamientos, flojos y tolerantes, permitieron la colocación de otras tantas que se suponen eran ocasionales. ¡Nos saturaron hasta el hartazgo! Lo insólito: después de un mes de pasadas las elecciones, la publicidad política sigue intacta, por lo menos en corredores tan vitales como la autopista Duarte, con una altísima concentración en Villa Altagracia, Pedro Brand, Los Alcarrizos y la entrada a la ciudad capital. En el tramo de la autopista Duarte de La Vega, el candidato a senador, hoy reelecto, Rogelio Genao, mantiene congelada su sonrisa en carteles intactos que prometen permanecer durante todo su ejercicio legislativo; lo propio en Bonao con el diputado, dueño de bancas, Orlando Martínez. En tramos críticos, Luis Abinader continúa prometiendo que “el cambio sigue” cada cinco kilómetros. Santo Domingo Este es otra leyenda.
Lo penoso es que tenemos que financiar los gastos e inversiones de campaña de los partidos y estos no corresponden con un gesto tan parco como retirar la suciedad que producen, aun teniendo una partida de las erogaciones para cubrir esos conceptos. Pero, claro, el negocio nunca falta: sucede que en algunos casos la publicidad política ha sido tapada o pintada de gris, pero los soportes y armazones de las vallas fueron dejados deliberadamente y ahora la mayoría de las “empresas” propietarias, sin tener permiso, anuncian su alquiler comercial. Es imperativo que en un trabajo coordinado de los ayuntamientos y el Ministerio de Obras Públicas se haga un levantamiento de esas vallas no autorizadas para disponer su inmediata remoción. Sé que este es un llamado ocioso de ilusa ciudadanía. Lo hago para aquietar los resabios de la conciencia.
Me he enterado de que ciertas empresas extranjeras han tratado de impresionar a algunos ejecutivos municipales prometiendo convertir cuadras de sus ciudades en parques de espectáculos publicitarios de alta tecnología digital al estilo Times Square, New York; Cruce de Shibuya, Tokio; o Circus Liquor, Burbank Boulevard, Los Ángeles. Esto no deja de ser grotesco y representaría un ecocidio, ya que las ciudades de Santo Domingo y Santiago no cuentan con amplios paseos, perspectivas y corredores que permitan ofrecer esta experiencia. La sensación de congestión sería paranoica porque las vías y espacios de la ciudad, cuando no están cargados, son estrechos, violentando las proporciones para mantener el equilibrio.
Si a Santo Domingo, una ciudad calurosa, ruidosa y caótica, poblada de motores acróbatas y Sonatas temerarios, le sumamos una carga de contaminación visual abrumante como la que el ayuntamiento está permitiendo, no habrá suficientes psicólogos ni siquiatras para atender la demanda de sus residentes. Y es que siempre nos movemos en sentido contrario: mientras las tendencias del urbanismo moderno se orientan a ciudades verdes, minimalistas y descontaminadas, aquí llamamos modernidad a la suciedad publicitaria. Lo peor: lo anunciamos como una “gran vaina”. ¡África insular!
Diario Libre