Las impurezas de la reelección

José Luis Taveras

La segunda mitad del primer mandato, cuando se puede optar por otro, es intensamente incitante. La reelección empieza a seducir cuando los gobiernos logran construir una identidad, cierta empatía y un balance de realizaciones que la pueda justificar. Eso por lo general sucede al término del segundo año y Luis Abinader entra en ese umbral. 

Se trata de un momento mágico para los gobernantes porque ya manejan la burocracia, entienden los códigos del poder y dominan las complejidades de las cuentas públicas. Esas capacidades les trasmiten seguridad a sus ejecuciones. 

Percibo a un Abinader relajado, suelto y hasta gustoso con su trabajo. Aquel presidente tenso y dubitativo de los primeros meses ha cedido a un gobernante distendido y confiado. Con el paso de los días lo veremos provocador, respondiéndole a la oposición como un candidato sin serlo. Y es que a Abinader, como dicen los dominicanos, “se le nota el brillo”. Nada distinto a la experiencia que vivió Danilo Medina para igual periodo. Recuerdo, al final de los primeros dos años de su primer gobierno, cómo circulaban las comparaciones de su popularidad con otros gobernantes de la región latinoamericana. En ese tramo empezó a ondearse aquel mítico 62 % como techo de simpatías para un segundo gobierno, ese que logró sin mayores inconvenientes.

El presidente Abinader empieza su ensueño. Lo que sigue es una sinfonía de afinados violines. El “no”, como respuesta, se escuchará con menos frecuencia. Todo se rendirá a sus caprichos y no dudo de que ya se empiecen a pulir los adjetivos más ampulosos para calificar su gestión. Todo el que se le acerque le dirá que su reelección es un imperativo histórico y que no hay otro como él. Que no se lo crea: se lo dijeron a Leonel, a Hipólito y a Danilo. Se trata de un libreto tan ajado como redundante porque la decisión interior casi siempre es tomada antes. Quizá   ese no sea el problema —más para un presidente habilitado constitucionalmente—. La cuestión es otra y de ella me ocupo.

Me preocupa que el presidente se afloje. La reelección como decisión política compromete muchas concesiones. Algunas tienen que ver con pactos electorales que se traducen en reparto de cuotas, cargos y hasta tolerancias implícitas a la impunidad. En la Administración no cabe más gente. Lo peor: las plazas se les dan no precisamente a quienes tienen la competencia, sino a los que los aliados propongan. Ya el Gobierno ha tenido sensibles reveses con ministerios claves cuyos primeros titulares fueron destituidos, entre otras razones porque sus designaciones fueron más políticas que técnicamente meritorias. Volver a esos tumbos no es la mejor idea. En el primer gobierno se excusan errores, desaciertos y hasta improvisaciones; en un segundo no se perdonan y tienen costo. 

Un segundo gobierno determina tanto el balance de la gestión como el retrato histórico del presidente, y este necesita a los colaboradores más capacitados. De manera que el presidente no debe amarrarse más de lo necesario y pensar que la memoria que queda es la del último gobierno. Y es que el segundo mandato suele negar al primero: sucedió con Leonel y Danilo. Así, siempre he creído que uno de los mejores gobiernos de la historia democrática fue el primero de Leonel Fernández, mas no puedo afirmar lo mismo de los posteriores. La oportunidad para el presidente Abinader, si opta por la reelección, es invertir ese axioma. El reto: descontinuar esa historia.

Otro riesgo implícito de la relección es la desatención de la Administración. No muy pocos funcionarios agradecerían esto. Algunos han deseado la oportunidad para “portarse mal”. Y es que, mal que bien, el presidente ha estado al cuidado del desempeño ético de los ministerios. A pesar de que muchos querrían mayor celo, es justo reconocer que en pasados gobiernos los funcionarios eran virtualmente inamovibles y escaseaban las destituciones por sospechas o conflictos de intereses. En este Gobierno esa no ha sido la regla. 

Me temo que las presiones de un emprendimiento como la reelección relajen tales controles y se obvien inconductas por razones de utilidad o conveniencia política. Abinader no puede empeñar su marca de gobierno, que es la lucha por una gestión decente. Cualquier indulgencia será una pérdida en ese propósito. Al contrario, debe duplicar sus atenciones. 

Pero mi mayor aprensión con la reelección no es política, tiene que ver con negocios. Es que en todos los gobiernos gravitan los grupos de intereses especiales como beneficiarios de los grandes negocios del Estado. Esos centros económicos que concentran los accesos, las oportunidades y las contrataciones mantienen veladas estructuras de influencia; sin embargo, sus prácticas son culturalmente consentidas por la creencia de que la corrupción es política, no empresarial. Y es que el oligopolio de los grandes contratistas del Estado sigue incólume, operando como en sus mejores tiempos, en algunos casos con relaciones más robustas y afines. Poco o nada ha cambiado en su penetración, quizás ajustada a patrones más diplomáticos de intervención. Ese núcleo aporta mucho dinero, pero procurará mejores compensaciones en un segundo gobierno y estará en la mejor disposición de hacerlo con entusiasta liberalidad. De manera que el problema para una reelección de Abinader no será el dinero. Ahora, el presidente más que nadie sabe el precio de aceptar ese apoyo: cargará con un pasivo pesado. Esos intereses crean cercos, arman tratos y ven la reelección como factor de inversión redituable. 

La reelección para un segundo periodo es un derecho, pero su ejercicio político está contaminado. Es una decisión que entraña fino tacto y carácter cuando se quiere hacer lo correcto. Si ese es el propósito le deseamos la mejor de las suertes al presidente.

Todo el que se le acerque le dirá que su reelección es un imperativo histórico y que no hay otro como él. Que no se lo crea: se lo dijeron a Leonel, a Hipólito y a Danilo. Se trata de un libreto tan ajado como redundante porque la decisión interior casi siempre es tomada antes. 

Fuente Diario Libre

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