Las mujeres que comen solas quieren que las dejen comer en paz
Por Callie Hitchcock
The New York Times
Hitchcock escribe un boletín sobre salir a cenar en Nueva York.
Como sola en los restaurantes y lo hago a menudo. Esto suele incomodar a la gente que me rodea. Hace poco, fui a cenar a un restaurante y reservé por error una mesa para dos personas en lugar de una. El anfitrión y yo lo aclaramos y me senté. La chef que trabajaba esa noche me vio y vino a decirme cuánto lamentaba que, en su opinión, me hubieran abandonado esa noche. Antes de que pudiera corregirla, me dio una kombucha extra de verbena de saúco para mis penas, y me miró con ternura como si fuera Samantha Jones llorando en un restaurante después de que la dejaran plantada.
Nunca me ha dado miedo comer sola; me gusta tanto comer fuera que escribo un boletín sobre restaurantes. Como no siempre me apetece que me acompañe un amigo, acabo teniendo más experiencias en solitario que la mayoría. Sentada sola, los trabajadores de los restaurantes me han ofrecido bebidas gratis y comentarios con una mezcla de admiración y compasión: me encanta que te comas un filete tú sola un domingo por la noche.
Los sentimientos de compasión o de “bien por ti, chica” nunca dejan de desconcertarme. ¿Salir a la calle yo sola y sentarme con una tarjeta de crédito merece una insignia de valentía? La sociedad todavía parece pensar que las mujeres son criaturas permanentemente sociales, que no están hechas para estar solas. Pero las mujeres no necesitan que las animen a llevar una vida independiente. Es infantilizante que me traten como a un cordero triste y perdido solo porque alguien no me ha acompañado a salir. Es fundamental reconocer lo absurdo que es ver a una mujer que cena sola como un acto de valentía ante la vergüenza. No es ni valiente ni triste que una mujer cene sola.
En el siglo XIX, algunos grandes hoteles reservaban comedores separados, llamados “comedores de damas”, para las mujeres que cenaban solas o en grupos exclusivamente femeninos. En el siglo XX, se podía negar el servicio en tabernas o comedores de hotel a las mujeres sin acompañante masculino. El cambio tardó en llegar. Algunos restaurantes mantuvieron diferentes formas de políticas de “solo hombres”. En 1969, Betty Friedan y una cohorte de feministas con pancartas asaltaron el Oak Room del Hotel Plaza para exigir que se permitiera la entrada a las mujeres durante el horario de almuerzo exclusivo para hombres. El restaurante pronto cambió su política, y la agitación inspiró una oleada de protestas en otros restaurantes de todo el país. Los cambios no siempre fueron voluntarios: en 1970, una demanda federal y una nueva ley municipal obligaron al McSorley’s Old Ale House, la taberna en funcionamiento continuo más antigua de la ciudad de Nueva York, a deshacerse de su prohibición de 116 años para las mujeres.
Pero ver a una mujer cenando sola todavía puede resultar inusual. Implica una historia de rechazo, de soledad, de fracaso amoroso. Implica que la dejaron sola, en lugar de que eligió estar sola. El restaurantero Keith McNally inició una tradición en su restaurante Balthazar poco después de su apertura en 1997: una mujer que cene sola recibirá una copa de champán gratis. Dice que lo hace “para enviar el mensaje de que al restaurante realmente le gusta, e incluso alienta, a las mujeres a cenar solas”.
Una mujer soltera que come sola puede ser un imán para los miedos de la sociedad, pero también para sus sueños. Puede ser una Carrie Bradshaw misteriosa y glamurosa, una renegada bon vivant que ignora las expectativas culturales. También puede ser una Miss Havisham dolorosamente desamparada, abandonada no solo en el restaurante, sino también en el mundo. Se trata de un cuento de hadas simplista en el que solo podemos imaginar que una mujer que ignora el imperativo social de emparejarse va por uno de estos dos caminos: el triunfo o la devastación. La mujer soltera es el canario en la mina de carbón, su destino nos fascina y presagia lo que la vida nos tiene reservado si nos desviamos del camino trillado.
La lógica dice que las mujeres no están hechas para cenar solas porque, en primer lugar, no están hechas para ser solteras. Nuestra sociedad fetichiza y confiere estatus a una pareja feliz —presentada como el emparejamiento social correcto—, mientras que una mujer soltera se convierte en un refugio simbólico, ya sea para el miedo a no unirse a las filas de los emparejados o para el sueño de una vida vivida a su manera.
¿Podemos siquiera imaginarnos regalarle a un hombre una copa de champán por comer solo? ¿O decirle que nos impresiona que haya encontrado la forma de comerse un filete él solo un domingo por la noche? ¿Sentiría algún propietario de restaurante la necesidad de animar a este hombre a aventurarse solo por el mundo? Los hombres son individuos y las mujeres son estrictamente comunitarias, parece decirnos el estigma social que rodea a las mujeres que cenan solas; los hombres ocupan lo público y las mujeres lo privado. Con suerte, cenar solas contradice esa visión del mundo y expande la imaginación social sobre la autonomía de la mujer. Las mujeres son tan complejas y aburridas como los hombres.
Por supuesto que las personas que ofrecen bebidas gratis y comentarios elogiosos no son crueles. Todo lo contrario: son impulsos generosos, amistosos. Pero amistosos o no, forman parte de una infantilización más amplia, de una reducción de las mujeres a depositarias de miedos y fantasías de género. Y cuando como sola, no quiero ser un símbolo, virtuoso o no. Solo estoy allí para leer mi libro, comerme un mediocre filete au poivre y beberme mi champán gratis en paz.
The New York Times