Las reminiscencias de Vincho
Eduardo García Michel
Era martes, 16 de julio de 2024, pasadas las 6 p.m. El salón Juan Bosch de la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña estaba abarrotado. Familiares, amigos, miembros de la judicatura y simpatizantes ocupaban las cómodas butacas.
El acto no había empezado. Lo vi de lejos. Me acerqué a la tarima: quería saludarlo para que supiera que estaba presente, acompañándolo. Subí al escenario. Noté su alegría al verme. Le mostré un ejemplar. De inmediato procedió a delinear trazos firmes en una de las páginas del libro que esa noche ponía en circulación, dejando estampada su firma al pie de la dedicatoria con que me honró.
Le guardo profundo afecto. Soy testigo agradecido de su solidaridad.
Algunos lo tachan de vehemente. Defiende con pasión sus convicciones. Otros le reconocen talento, grandeza de espíritu. Para mí es uno de los grandes hombres que ha dado el país.
Lo es por su larga y fructífera labor como penalista, en cuyo desempeño ha dejado una impronta inigualable amparada en su profundidad de análisis y convincente oratoria. También por su contribución al quehacer político y su dilatada y competente incursión en los medios de comunicación con el propósito de explicar, educar, crear conciencia. Su amor profundo a la dominicanidad es incuestionable, sin importar que los críticos de la opinión ajena lo coloquen en el prisma del nacionalismo o del fervor patriótico.
No me cabe duda de que dejará un legado trascendente, que el tiempo irá decantando cuando se serenen las pasiones propias de las contiendas partidarias y se coloquen sus aportes sobre el fiel de la balanza.
Estas reflexiones bullían en mi mente.
A los pocos minutos empezó el acto de presentación de su libro Reminiscencias de vida. El periodista Miguel Franjul estimuló y prologó la obra. El intelectual y militar retirado José Miguel Soto Jiménez se refirió a los diversos méritos del autor. Y su hijo mayor, Pelegrín, expuso el propósito de crear un trabajo editorial en varios volúmenes que recoja su trayectoria.
Me refiero a Marino Vinicio Castillo Rodríguez (Vincho), autor de la obra, quien acaba de cumplir 93 años.
Cuando le tocó el turno de hablar, con su oratoria fluida y convincente reconoció que los años le están cobrando su cuota y las actividades motoras se le dificultan. Dio gracias al Altísimo por haberle concedido el privilegio de conservar en buen estado la actividad intelectual.
Aludió al prodigio que es la memoria. Y es que, adujo, en la medida en que el ser humano envejece va relacionando asuntos aparentemente inconexos, cedaceando las pasiones que alcanzaron instantes ríspidos, experimentando sensaciones en que la confrontación que hubo en el pasado cede espacio al entendimiento.
Así, los polos, antes lejanos, se acercan, abonan terreno a la calificación serena de la contraparte y a la reducción de las diferencias conceptuales. Es un reconocimiento de que, si bien cada cual debe defender y aferrarse a lo que cree, no hay razón para levantar barreras ni atizar recelos ni odios contra el adversario circunstancial.
La vejez, si así pudiera afirmarse, lima las asperezas, mezcla el acíbar con el azúcar de la tolerancia, y moldea una visión más constructiva del ser humano.
Citó una frase célebre del general Charles de Gaulle cuando, rememorando los días gloriosos de la época en que luchaba por la liberación de Francia de la opresión nazi, ya postrado por los años, los desengaños, decepcionado, arrastrado por la impotencia, exclamó: “la vejez es un naufragio”.
No era así, en su caso, aseguró. Ser nonagenario y conservar bien amueblada la cabeza (prerrogativa de no muchos) le permite visualizar toda su vida con una comprensión diferente, matices distintos. Las controversias del pasado con los líderes de otras parcelas políticas adquieren otra dimensión, más amable.
Recordé en ese instante cuando, hace ya muchos años, lo invitamos a mi pueblo natal, Moca. Allí pronunció una charla conmovedora e hizo alusión a los ardores de su juventud, al ímpetu desbordado que lo animaba. Y en un arranque de sinceridad aludió a los errores que se cometen según se va evolucionado, que son los que en definitiva ayudan a enmendar y enderezar el camino.
En verdad, los grandes hombres públicos que hemos tenido hicieron sus grandes contribuciones al quehacer nacional y, en paralelo, dejaron salpicaduras que en algún momento amenazaron con desvirtuar su trayectoria, más visibles en el tiempo en que existieron, atemperadas sin embargo con la perspectiva de hoy.
Magnífico libro, escrito en lenguaje sencillo, coloquial, lleno de remembranzas que contienen importantes lecciones de vida.
Algunos lo tachan de vehemente. Defiende con pasión sus convicciones. Otros le reconocen talento, grandeza de espíritu. Para mí es uno de los grandes hombres que ha dado el país. Lo es por su larga y fructífera labor como penalista, en cuyo desempeño ha dejado una impronta inigualable amparada en su profundidad de análisis y convincente oratoria.
Diario Libre