Las secuelas de una enfermedad terrible

Roberto Marcallé Abreu

MANAGUA, Nicaragua. Estoy despierto desde muy tempranas horas de la madrugada. En realidad, apenas si pude dormir anoche.

He de confesar mi abatimiento y un malestar profundo. Necesito insistir en un tema que he tratado en varias ocasiones: el de la salud mental. Cada día que Dios nos regala y luego de auscultar nuestro entorno mediato e inmediato, la preocupación del ciudadano no deja de crecer y aumentar en torno a este grave problema.

Cierro los ojos y me resulta difícil no pensar en esos meses tan difíciles y complejos en los que la pandemia nos azotaba dejando tras de sí muertes y sufrimientos inenarrables.

La preocupación por familiares, amigos y conocidos, las puertas cerradas como sobrevivientes de una tragedia, tomando medidas extremas, temiendo a las personas con las que debíamos coexistir, saliendo a la calle con el miedo en el corazón.

La actitud extraña, abatida y desconcertante de las personas. Las largas filas y tormentosas esperas para obtener cualquier producto o servicio fundamental.

Rememoro esas noches de toque de queda, el lento recorrido de aquellos vehículos de luces multicolores hirientes que esparcían por doquier sustancias tóxicas para enfrentar un mal misterioso y desconocido, en capacidad de provocar sufrimientos inenarrables y de arrastrarnos indeclinable a una muerte segura y dolorosa.

Esta prolongada e interminable pesadilla condujo a muchas personas a la quiebra de su equilibrio emocional. Una secuela del mal que no ha desaparecido del todo. Y con el que uno tropieza a cada instante.

Ciertamente: Hemos dado pasos gigantescos orientados a enfrentar las consecuencias a todos los niveles de esos días irregulares y desconcertantes.

El contagio ha sido en gran medida controlado tal y como evidencian las estadísticas y los estudios que se realizan en República Dominicana y en todas partes. Solo que, al observar la conducta de muchos ciudadanos, es preciso llegar a la conclusión de que es preciso encaminar esfuerzos extraordinarios para dar la cara a manifestaciones de desequilibrio y trastornos en la conducta que se manifiestan por todas partes.

Minutos hace, leí esta noticia: “Hombre mata a ex pareja, su ex suegra y ex cuñada y deja un niño herido de gravedad en Los Alcarrizos”. “Matan dos jóvenes a balazos en Gaspar Hernández” …

Mi abatimiento es grande cuando leo, con gran pesar, sobre el asesinato de un joven por un antiguo funcionario de una institución oficial.

Un incidente absurdo que se transforma en sangre y muerte. Los detalles que figuran en el video son estremecedores.

Uno se percata de ese desdén por la vida humana, esa carencia de sentimientos, esa frialdad inconmovible, que, sencillamente, no parece propia de seres humanos. Recordé los detalles de ese personaje frío y distante de “El extranjero” de Albert Camus. Una reproducción casi exacta de cómo lo anodino trasciende a una tragedia tan horrenda como inexplicable.

Meses atrás nos conmovió la muerte de David de los Santos, quien recibió “golpes severos” en la cabeza que le provocaron “edema, anoxia cerebral, conmoción”. Dabel Zapata fue agredido por varios sujetos, uno de los cuales le hizo un disparo que le provocó la muerte. Un conductor atropelló y mató al joven Imanol Mercado Cruz “cuando cruzaba un tramo de la autopista Duarte”.

Dos delincuentes a bordo de una motocicleta asesinaron a tiros a un sargento mayor de la Policía. En el año 2021 se suicidaron 700 hombres más que el número de mujeres.

Leo esta noticia: “Incautan a sacerdote haitiano 18 armas automáticas y municiones de alto calibre”… Lo que calificamos como “la condición humana” del ciudadano nos debe llamar seriamente la atención.

Mientras, el presidente Abinader y su equipo se esfuerzan hasta lo indecible para recuperar la normalidad, es esencial prestar mucha atención a esta tragedia de dimensiones sencillamente escalofriantes, la de la salud mental, consecuencia, a su vez, de esa otra que aún acecha en la oscuridad.

Publicado originalmente en El Día

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