Lo más difícil del amor fue pasar del ‘yo’ al ‘nosotros’
Por Michal Leibowitz
Asistente editorial de la sección de Opinión.
The New York Times
Durante mi infancia, mi familia no tenía mucha paciencia con los “nos gustó”, esas parejas que utilizan el majestuoso “nosotros” como si su relación fuera su propio feudo. Por ejemplo, el marido que, cuando le preguntan: “¿Qué te pareció la serie?”, responde: “Ah, nos gustó”. La norma era que, cuando una de estas parejas venía a cenar, mis hermanos y yo teníamos que contenernos hasta que estuvieran afuera de la casa para entonces empezar a burlarnos de ellos.
Lo que va, vuelve, y en años recientes yo me he convertido en el objeto de ese tipo de burlas. O debo decir, nosotros, mi esposo, David, y yo, que en el transcurso de nuestra relación de media década nos hemos encontrado, en ocasiones, hablando como el rey y la reina de Genovia.
El problema con el “nos gustó” tiene que ver con la identidad. Sin importar qué tan buena sea tu relación, tal vez no siempre coincidas con tu pareja. Así que, hablar en plural, tiende a percibirse de dos maneras: o no tienes ni idea de lo que piensa en verdad tu pareja (y además no te importa) o les estás echando en cara a todos los demás cuán en sincronía están ustedes dos, que son casi uno mismo.
Mi manera de pensar ha cambiado bastante en los últimos años. Pocas cosas han cambiado tanto como el giro radical en la manera en que entiendo las relaciones y la identidad, en la manera en que veo el “nosotros” y la sensación de malestar que lo acompaña. La cultura laica estadounidense pone el yo y la autorrealización en el centro de la vida. Ese énfasis, que ya era omnipresente desde las décadas 1960 y 1970, sigue transformando todos los ámbitos de la vida: por ejemplo, se ha hecho difícil argumentar en la esfera pública algo que no apele al bien último de la felicidad propia. Pero al considerar la pareja sobre todo como un vehículo para la autorrealización individual, hemos perdido el núcleo del ideal romántico del matrimonio: el nosotros.
Toda relación tiene sus caminos bien recorridos hacia ninguna parte. En los primeros años de matrimonio, cuando David y yo peleábamos —ya fuera por algo importante, como dónde íbamos a vivir, o por una insignificancia como los platos sucios que ya llevaban mucho tiempo en el fregadero— lo hacíamos como individuos. Yo, en particular, tendía a enfrentar nuestros altercados como un juego de suma cero. La Costa Oeste era una victoria para David, la Costa Este, una victoria para mí.
Si hubo algo que David me repitió una y otra vez durante esos años fue: “¡Estamos en el mismo equipo!”, que en ocasiones gritaba con frustración.
Yo estaba de acuerdo, al menos en teoría. (Me sonaba bien). Pero esa teoría no tenía mucho que ver con cómo entendía qué era una pareja en la práctica. En mi mente, una relación era como una economía de mercado. Sí, una pareja cariñosa se demuestra afecto mutuo, ofrece actos de servicio y gestos considerados, pero al final del día, cada persona tiene que ver por sí misma y por sus propios intereses. Sobre todo, la mujer, como decía mi madre.
Hay que admitir que esta es una manera muy poco romántica de pensar en una relación. Pero tiene sentido en el contexto de lo que el sociólogo británico Anthony Giddens denominó una “relación pura” en la década de 1990. Una relación pura es aquella que se entabla con el propósito de satisfacer las necesidades de dos individuos y que continúa siempre y cuando siga proporcionando suficiente satisfacción a cada uno. Si no se satisfacen tus necesidades, o si hay que hacer concesiones enormes, eres libre de irte con otra persona. Esto contrasta con una visión anterior del romance, en la que una persona encuentra a su verdadera alma gemela y hace una promesa: en lo próspero y en lo adverso, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad.
Podemos ver cómo una explicación habitual del divorcio empieza donde termina el modelo de la relación pura. La persona que lo relata (a menudo una mujer, con estudios y un empleo) describe por qué decidió divorciarse. La decisión no parece estar relacionada con el abuso o la infidelidad, el dinero o los hijos. Ni siquiera se trata de falta de amor. La relación estaba “asfixiando mi espíritu”, escribe Lara Bazelon, en un ejemplar del género. “¿Hasta qué punto mi vida (y con ello me refiero a la arquitectura de mi vida, pero también a su esencia, a mi alma, a mi mente) se había construido en torno a mi marido?”, se pregunta Honor Jones en otro ejemplo. “¿Quién podría ser si no fuera su esposa?”, se pregunta. En estos relatos se percibe que la identidad de la mujer, su propio sentido de sí misma, ha sido colonizada por el matrimonio y por la maternidad.
Hay una lectura feminista de estas historias, una en la que el divorcio es liberador y empoderador (sin duda así es como lo ven sus narradoras). Pero también hay una lectura que reconoce esta versión del divorcio (y el auge de la relación pura) como síntomas de una sociedad profundamente escéptica, incluso alérgica, a cualquier modo de relación que socave al individuo. En el Estados Unidos laico, la última vaca sagrada es el yo. Lo que es bueno para el yo es bueno por sí mismo. Lo que amenaza al yo —ya sea el matrimonio, la maternidad, la amistad o la familia— tiene que analizarse.
Los gemelos, en especial los gemelos idénticos, ofrecen un contrapunto interesante a este énfasis. Al tener tanto en común, suponen una especie de reproche a nuestra obsesión con la identidad. En el libro Twins in the World, Alessandra Piontelli enumera recomendaciones de psicólogos sobre cómo criar gemelos sanos. La lista incluye el consejo de que los gemelos idénticos duerman en habitaciones separadas, se vistan de forma distinta y nunca se les llame “gemelos”. Las sociólogas Florence Chiew y Ashley Barnwell sostienen que, para una sociedad preocupada por la individualidad, la identidad entrelazada de los gemelos no es sana. Permitir que los gemelos se vean a sí mismos como una dupla es permitir una “intimidad peligrosa” que les priva de sus identidades singulares.
Mi esposo, por cierto, tiene un gemelo. Un gemelo idéntico. Un gemelo para quien, en contra de las recomendaciones psicológicas, el hecho de ser gemelo es una parte esencial de su identidad. Durante su infancia y adolescencia, David y su hermano eligieron las mismas clases, colaboraron en proyectos de grupo y formaron pareja para debatir. No eran inmunes a la rivalidad, pero sobre todo canalizaban sus impulsos competitivos para su equipo de dos. Sus relatos de la época escolar son la historia de los días de gloria de su compañerismo.
El psicólogo Scott Stanley define “la nosotridad” como una relación en la que dos personas tienen una conexión profunda que impulsa su sentido de identidad compartida. Si tienes un fuerte sentido de “nosotridad”, te identificas cada vez más con las satisfacciones e insatisfacciones de tu pareja como si fueran las tuyas. Las metas también cambian. La relación ya no es “un mercado cambiario en el que dos individuos compiten entre sí”, escribe, sino “una relación no competitiva que puede maximizar los resultados conjuntos”. El objetivo de la vida ya no es solo realizarte a ti mismo: buscas que el equipo se realice.
Mi marido aprendió desde pequeño a cultivar un sentido de la individualidad, pero también un sentido de identidad conjunta y de un futuro compartido (bromeamos diciendo que cuando David imagina su vejez, se imagina sentado en un porche junto a mí y a su gemelo. En realidad, no es broma). Comprende a fondo algo que a mí a veces me cuesta entender: que amar a alguien en las buenas y en las malas, mientras vivas, implica una especie de renuncia al “yo” en aras del “nosotros”. Implica permitir que otra persona contribuya a la definición de quiénes somos y qué valoramos.
Es cierto, esta identificación puede ir demasiado lejos, rayando en el mimetismo o la codependencia. Existe el riesgo de identificarse en exceso, de que la identidad de la pareja difumine la identidad propia, de que el nuevo futuro de la pareja acabe con los objetivos individuales. Pero me parece que el miedo a este extremo a menudo lleva a las personas a tomar una dirección totalmente opuesta, hacia la soledad, la independencia total, la contingencia.
No sé en qué momento David y yo nos convertimos en “nosotros”. No hubo un momento de iluminación, ni de muerte del ego, ninguna toma de conciencia final de que las fronteras entre él y yo habían desaparecido. En realidad, el “nosotros” es para ambos un estado esporádico, algo que vive en constante tensión con nuestros yoes individuales (quizá más particularmente el mío), a veces subordinado a ellos, a veces por encima de ellos. David cree que algo cambió al casarnos, que la creación legal del “nosotros” también afectó un tipo más profundo de aceptación psicológica.
Creo que nuestro “nosotros” es más una acumulación de pequeños momentos. La balanza se inclina, entras a otro marco de referencia y el mundo parece el mismo pero diferente. Por ejemplo, el lenguaje del sacrificio no tiene sentido. No puedes sacrificarte por algo que ya eres. Su alegría no solo es importante para ti porque él es importante para ti. Es tu alegría. Los límites no se disuelven, se vuelven porosos.
Michal Leibowitz es asistente editorial de la sección de Opinión en The New York Times
Fuente: The New York Times