Los científicos acaban de darle un golpe de realidad a la humanidad. Y el mundo será mejor por ello

Por Stephen Lezak

The New York Times

Lezak es investigador de la Universidad de Cambridge y de la Universidad de Oxford que estudia las políticas sobre el cambio climático.

La semana pasada, la institución líder en geología a nivel mundial rechazó una propuesta para confirmar que el planeta había entrado en una nueva era geológica, y así lo ratificó en el anuncio explosivo que hizo a inicios del mes. La noción de que nos encontramos en el “Antropoceno” —el nombre propuesto para un periodo geológico definido por las enormes alteraciones del ser humano— se ha convertido en un tema común en los círculos ambientalistas durante los últimos 15 años. Para muchos de sus defensores, el término es una reivindicación fundamental, el equivalente planetario a un diagnóstico que se había buscado durante mucho tiempo para una enfermedad misteriosa. Sin embargo, los geólogos no estaban convencidos.

La decisión que tomó la semana pasada la unión internacional geológica de mantener su votación de 12 contra 4 puede parecer confusa, pues, según algunas mediciones, los seres humanos ya se han convertido en la fuerza geológica dominante en la superficie de la Tierra. No obstante, si se deja de lado la ciencia un momento, hay una razón para celebrar, porque la política detrás de la etiqueta Antropoceno estaba corrompida desde el principio.

Para empezar, el problema con la palabra Antropoceno es que implica que los humanos como especie son responsables del lamentable estado de los entornos terrestres. Aunque técnicamente es cierto, tan solo una fracción de la humanidad, impulsada por la codicia y el capitalismo rapaz, es responsable de agotar los recursos del planeta a un ritmo insostenible. Miles de millones de seres humanos siguen viviendo con una huella ambiental relativamente modesta, pero la terminología del Antropoceno los culpa de manera equivocada. En respuesta a la votación, un grupo de científicos externos señaló con sensatez en la revista Nature Ecology and Evolution que “nuestros impactos tienen menos que ver con ser humanos y más con formas de ser humanos”.

Además, inaugurar una nueva era geológica es un acto inaceptable de derrotismo. Las eras geológicas no son momentos fugaces. La más breve, el Holoceno —en la que vivimos— lleva 11.700 años y contando. La idea de que estamos entrando en una nueva era definida por un desastre ambiental causado por el hombre implica que no saldremos pronto de este desastre. De este modo, el Antropoceno excluye la posibilidad de que el futuro geológico sea mejor que el presente.

Al colocar al Homo sapiens en el papel protagónico, el Antropoceno también profundiza en una distinción marcada e inexacta entre la humanidad y el planeta que nos sustenta. La idea de la “naturaleza” como algo separado de la humanidad es producto de la imaginación occidental. Deberíamos desconfiar de un lenguaje que nos separa todavía más de la constelación de vida más amplia a la que pertenecemos.

Antes de la votación reciente, la era del Antropoceno había superado varios obstáculos clave en el camino hacia el consenso científico. La Comisión Internacional de Estratigrafía, la autoridad mundial para demarcar la historia del planeta, creó un grupo de trabajo en 2009. Diez años después, el grupo recomendó de manera formal la adopción de la nueva era. Sin embargo, la propuesta aún tenía que recibir la aprobación de varios comités dentro de la comisión y de su organismo matriz, la Unión Internacional de Ciencias Geológicas.

Según el consenso, el proceso previo a la votación fue muy polémico. Después de la votación inicial, los científicos de la minoría pidieron que se anulara por problemas de procedimiento. Esta semana, la autoridad matriz del comité intervino para confirmar los resultados.

A final de cuentas, lo que hundió la propuesta fue el desacuerdo respecto a dónde marcar el final del Holoceno. El Grupo de Trabajo del Antropoceno había propuesto 1952, el año en que los residuos de plutonio en el aire producto de las pruebas de bombas de hidrógeno cayeron sobre zonas extensas del planeta. Según el razonamiento de los científicos, esa ceniza iba a dejar una huella sedimentaria similar a los límites que marcan las antiguas transiciones geológicas. Sin embargo, los científicos de la comisión de estratigrafía objetaron: ¿qué hay de los albores de la agricultura o la Revolución Industrial? Después de todo, la huella humana en el planeta es muy anterior a la era atómica.

“Para mí es muy evidente que la actividad humana comenzó mucho antes de 1952”, me dijo Phil Gibbard, miembro fundador del Grupo de Trabajo del Antropoceno y secretario general de la comisión, cuando hablamos el pasado jueves. “Simplemente no tenía sentido trazar un límite estricto que pasó durante mi vida”.

En años recientes, los filósofos han barajado nombres alternativos: Capitaloceno, Plantacionoceno e incluso Ravenceno, una referencia al cuervo que tiene una enorme presencia en la mitología indígena del Pacífico Norte como una figura embaucadora que les recuerda a los humanos que deben ser humildes en medio de nuestra capacidad destructiva. Por mi parte, soy partidario del “pos-Holoceno”, una admisión de que el mundo es muy distinto de lo que era hace 10.000 años, pero que no podemos predecir —ni nombrar— cómo será dentro de otros 10.000 años.

Al final, tal vez sea demasiado tarde para encontrar un mejor término. El Antropoceno ya ha entrado en el léxico popular, desde una portada de The Economist hasta el título de un álbum de Grimes. Los científicos que acuñaron el término no tienen el poder para extinguirlo.

Independientemente del nombre que elijamos para estos tiempos atribulados, lo más importante es que mantengamos la mente abierta sobre lo que nos depara el futuro y reconozcamos la complejidad de los problemas a los que nos enfrentamos. Las cicatrices que la humanidad deja en la Tierra son demasiado profundas para representarlas con una sola línea trazada a lo largo del tiempo.

De cara al futuro, deberíamos seguir el ejemplo de los geólogos y mantener un sano escepticismo ante la palabra que empieza con “A”. Después de todo, no hay nada más soberbio que los tiranos imprudentes que bautizan el mundo con su nombre: pensemos en Stalingrado, Constantinopla o Alejandría.

Los geólogos seguirán discrepando respecto a cómo llamar a la era actual. Los demás debemos continuar con las políticas complejas de cuidar un planeta que (todavía) puede albergar una panoplia de vida.

Stephen Lezak es un investigador de la Universidad de Cambridge y de la Universidad de Oxford que estudia las políticas sobre el cambio climático.

The New York Times

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