Los entornos políticos

Marino Beriguete

Al poder nunca se llega solo. Ni con votos, ni con discursos, ni con milagros. Se llega con un entorno. Y los entornos son como esos círculos de hierro: pueden sostenerte o arrastrarte al fondo.

El mejor entorno es el que se forja en la oposición. El que nunca olió a ministerios, ni conoció choferes oficiales, ni probó el placer turbio de despachar en sillones de cuero, ni se manchó con la narcopolítica.

Ese círculo es casi ingenuo, hecho de fe, ilusiones y lealtades que parecen eternas. Allí no se disputa un contrato ni una licitación: se pelea por la silla más cercana al candidato, por la confidencia susurrada a medianoche, por la broma capaz de arrancar una risa al que sueña con la presidencia. Esa etapa, breve pero luminosa, es la más limpia de la carrera política: el momento en que todavía se cree que el poder es un proyecto común y no un botín.

El problema comienza cuando ese círculo atraviesa el poder y sobrevive demasiado tiempo. La fe se convierte en cálculo, la lealtad en negocio. Lo que fue un grupo de fieles se transforma en una cofradía de sobrevivientes. Y el político, que debía ser protagonista, se convierte en rehén. Porque un dirigente rodeado de acusados de corrupción termina pareciéndose a ellos. No hace falta que robe: basta con sonreír en una foto, levantar el brazo en un mitin, dejarse abrazar en campaña. La imagen se adhiere como barro en los zapatos: imposible desprenderse de ella sin cambiar de calzado. Y entonces la posibilidad de volver al poder se esfuma, no por falta de votos, sino por el exceso de fantasmas que lo rodean en cada fotografía.

Cada aspiración presidencial debería nacer con un círculo nuevo, limpio de sombras, con asesores renovados. Igual que los bancos exigen un agente de cumplimiento, los partidos deberían tener guardianes éticos que filtren las compañías peligrosas. Porque un solo nombre equivocado puede hundir años de trabajo político.

Los círculos políticos no son patrimonio de un solo partido. Son una peste transversal. En cada esquina del poder hay alguien dispuesto a ofrecer un abrazo que cuesta más caro que un préstamo del FMI. Y el candidato, encantado de posar, como si la moral pública fuese un lujo prescindible, un adorno para épocas de bonanza. Como si gobernar no fuera un acto que exige decencia, sino un trámite para meter la mano en la caja. La política se degrada así en un mercado de favores, donde los cargos son mercancía y la corrupción, costumbre.

Hoy ya no hay excusas. Las redes sociales no perdonan: lo revelan todo. Lo que antes se ocultaba en la penumbra de un despacho hoy circula en segundos por millones de pantallas. Un candidato no puede escoger a sus amigos, pero sí decidir quién aparece en su entorno. Y debe hacerlo. Porque está ya no es una democracia de idiotas, sino de ciudadanos que miran, archivan y recuerdan.

Un político del siglo XXI —aunque cargue con mañas del pasado— debe llegar al poder con vergüenza, y conservarla hasta el final. No puede permitirse tener en su círculo íntimo a personajes manchados por corrupción, tráfico de influencias, vínculos con narcotraficantes, lavado de dinero, fortunas dudosas o financistas que solo esperan cobrar facturas. Cada uno de esos nombres es dinamita, y cada dinamita tarde o temprano explota.

Los entornos levantan candidaturas, pero también las entierran. Y hoy, donde la imagen lo es todo, un círculo equivocado no solo resta votos: puede convertirse en lápida.

El Caribe

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