Luis Rubiales y el caso de los hombres que dicen que no han hecho nada malo

Por Elizabeth Spiers

The New York Times

Spiers, columnista de la sección de Opinión, es periodista y estratega de medios digitales.

Cuando Luis Rubiales, quien hasta el domingo era presidente de la Real Federación Española de Fútbol, se enfrentó a la indignación mundial por besar a Jenni Hermoso, jugadora de la selección española de fútbol que ha ganado la Copa Mundial Femenina, no mostró ni remordimientos ni vergüenza. Tampoco lo hizo cuando Hermoso y sus compañeras anunciaron que nunca volverían a trabajar con él. Ni tampoco cuando la FIFA, la autoridad futbolística global, lo suspendió.

En su lugar, se reafirmó en sus actos, al insistir en que no había hecho nada malo, en que fue recíproco y en que era la víctima de una caza de brujas. Por un momento, ofreció una disculpa a regañadientes, pero se desdijo enseguida. Al final, dimitió.

Hay tantas especies de misóginos como enfermedades infecciosas, pero Rubiales —como Donald Trump, quien hizo una maniobra similar cuando E. Jean Carroll lo acusó de violación— representa una estirpe especialmente insidiosa. No se puede avergonzar a estos hombres por su conducta, ni siquiera cuando se les ponen delante pruebas irrefutables, porque, fundamentalmente, creen que es aceptable. No parecen entender que su víctima es tan humana y compleja como ellos, y que tiene voluntad propia. Por eso les cuesta tanto entender que cualquier cosa que no sea una violación consumada pueda ser realmente una agresión.

“No la estaba violando”, dijo hace poco Woody Allen en dudosa defensa de Rubiales. “Era solo un beso y era una amiga. ¿Qué hay de malo en eso?”.

Como otras innumerables mujeres, puedo decir por experiencia propia que este tipo de agresión es profundamente dañino. La herida no es solo física. Actos como estos les roban a las mujeres la autonomía sobre su propio cuerpo, una experiencia que, aun cuando es breve, resulta desorientadora y desagradable, como descubrí con veintipocos años al sufrir una agresión sexual cuando volvía a casa desde el trabajo en Nueva York.

Iba por la acera junto a un pequeño parque, y un hombre —alto, blanco, con el cabello largo, vestido de manera informal pero pulcra, con vaqueros y camiseta— caminaba en mi dirección. Cuando nos cruzamos, alargó la mano y me agarró ambos pechos, y después siguió andando. Era al final de la tarde, casi al anochecer, y ninguna de las demás personas que había en la calle estaba lo bastante cerca para ver lo que había pasado.

Me quedé atónita, paralizada allí mismo. Por un instante, mi cerebro parecía rechazar lo que acababa de ocurrir, pero la emoción que me invadió después no fue la que cabría esperar. No era miedo o desesperación. Era rabia.

El hombre se había escabullido, y, cuando me di la vuelta, lo vi al final de la manzana. Sentí el impulso visceral de perseguirlo y darle un puñetazo en la cara. Aunque mido 1,70 metros y nunca le he pegado a nadie, en aquel momento, la incandescencia de mi rabia era tal, que, de no haber intervenido mi instinto de supervivencia, probablemente lo habría atacado como un animal salvaje. En lugar de eso, hice acopio del par de facultades que aún me funcionaban y —desorientada y sin saber qué hacer— simplemente me fui a casa.

No denuncié el incidente, y cuando se lo contaba a mis amigos, me refería coloquialmente al agresor como el “agarrapechos”, una forma de envolver la experiencia en una gasa de despreocupación que hacía que no pareciera tan directamente horrible. Lo interpreté como algo menor, incluso como algo que podía tomarse a risa. Me violaron en la universidad, y lo racionalicé para mis adentros diciéndome que la agresión junto al parque fue relativamente trivial, comparada con eso.

Sin embargo, la primera vez que le conté a una amiga lo que había pasado en el parque, me fui a casa y me puse a llorar porque me sentí muy humillada. Al momento después de que sucediera, me sentí deshumanizada, un objeto que mi agresor podía utilizar a su antojo. Imagino que es precisamente así como me veía a mí misma y a cualquier otra persona a la que pudiera haber agredido.

Hay muchos hombres que, tácita o explícitamente, consideran a las mujeres inferiores: menos inteligentes, menos capaces, menos resistentes. Los que se reafirman en sus actos son aún peores. No les reconocen el mérito a las mujeres ni siquiera como versiones inferiores de los hombres; simplemente las ven como cuerpos que existen para su placer y uso. En esto, no son distintos de mis agresores.

Poco después del incidente en el campo de fútbol, Hermoso dijo que no le había gustado el beso. Al día siguiente, dijo que “no se puede dar más vueltas” al beso. Sin embargo, desde entonces ha sido inequívoca: dice que se sintió “víctima de una agresión” y ha presentado una denuncia por la vía penal contra Rubiales.

Me pregunto si la secuencia de sus emociones fue la misma que sentí yo cuando un desconocido me agarró los pechos: conmoción, seguida de rabia, seguida de una valoración racional de que atacar tendría consecuencias peores. Hermoso ha dicho que, al principio, recibió presiones para que defendiera el beso y protegiera a Rubiales. Me pregunto si, en aquel momento, se preguntó si el beso tenía importancia o si intentó convencerse de que no era para tanto. Es evidente que llegó a la conclusión de que sí la tenía, y, a pesar de las fuertes presiones para que le quitara seriedad al asunto, exigió que Rubiales rindiese cuentas.

Los hombres como Rubiales y Trump suelen contar con una caterva de defensores, personas dispuestas a decir que estas cosas no son para tanto. Probablemente, la mayoría de ellos se consideran razonables. Algunos defensores tolerarán conductas aberrantes por aquello que los hombres aparentemente ofrecen: liderazgo, alguna capacidad extraordinaria u otra expresión de poder. Otros defienden estos actos porque ellos, también, creen que el cuerpo de las mujeres es siempre, en un determinado nivel, propiedad de los hombres, en el que se puede ignorar una transgresión, supuestamente menor, del consentimiento. “No la estaba violando. Era solo un beso”.

Los que se reafirman en sus actos nos sirven como prueba de hasta qué punto la sociedad considera que una mujer debe tolerar abusos, en especial los de alguien que está en una posición de relativo poder. Animan a otros a ampliar la esfera de lo aceptable en lo que respecta a tratar mal a las mujeres. Lo hacen con plena confianza en sí mismos, y conforman un privilegio extremo con muy pocas consecuencias. Y así es como se aseguran de que vuelva a pasar.

Elizabeth Spiers, colaboradora de Opinión, es periodista y estratega de medios digitales.

The New York Times

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