Malos redactores

Marisol Vicens Bello

Nuestro país, al igual que muchos en el mundo, adoptó los códigos napoleónicos, primero por imposición y luego por voluntad, los cuales fueron traducidos al español y hasta la fecha continúan vigentes con pocas modificaciones, salvo el de procedimiento criminal que fue sustituido por lo que se denominó como Código Iberoamericano que marcó el paso del sistema inquisitivo francés al acusatorio anglosajón, en muchos países de Latinoamérica principalmente por una labor de promoción llevada a cabo por los Estados Unidos de América y sus entonces activas agencias en cada uno de esos países.

Napoleón Bonaparte prestó especial atención a la redacción de sus códigos, nombró comisiones integradas por prestigiosos juristas de la época para redactarlos, empezó con el Código Civil de 1804, por eso sus disposiciones excelentemente concebidas y redactadas han podido sobrevivir a los tiempos, y fueron inspiradoras de todos los códigos escritos en Europa, América y otros continentes y, según le atribuyen algunos historiadores sentía tanto orgullo por estos que expresó a su respecto que su “verdadera gloria no es haber ganado cuarenta batallas; Waterloo borrará el recuerdo de tantas victorias. Lo que vivirá eternamente es mi Código Civil”.

Al igual que como se hizo en Francia para actualizar esos códigos napoleónicos, en el primer gobierno del presidente Leonel Fernández se designaron comisiones de juristas conformadas por algunos magistrados, académicos y abogados en ejercicio para preparar los anteproyectos de reforma de estos códigos, pero lamentablemente los trabajos demoraron y los anteproyectos entregados por estas no fueron conocidos, debatidos y aprobados oportunamente y se volvieron vetustos sin haber sido convertidos en leyes por falta de una decidida voluntad política en discutirlos y aprobarlos, y más de dos décadas después nos encontramos todavía con la tarea pendiente de reformarlos, atención que se ha concentrado en los últimos años básicamente en el código penal.

Cuentan los historiadores que Bonaparte tuvo una activa participación en sus códigos y que trazó directrices sobre los grandes principios que deseaba fundamentaran los mismos, y eso es algo que 221 años después nosotros hemos fallado en realizar, pues una gran reforma como la del Código Penal lo primero que debe definir es esto, y luego comisionar a un grupo de verdaderos expertos para hacer una propuesta fundamentada en esas directrices para no dejar su redacción en manos de legisladores sin los debidos conocimientos, y evitar así que no suceda que los supuestos aportes de cada congresista tratando de imponer sus visiones o intereses particulares para ganar adhesiones o para no perder ciertos apoyos, no desnaturalicen los motivos perseguidos, y no acabemos a pesar de estar sustituyendo el Código Penal Napoleónico de 1810, paradójicamente con un nuevo código hecho de retazos.

La tragedia del desplome del techo de la discoteca Jet Set acaecida en abril pasado dejó al desnudo la irresponsabilidad histórica de nuestros congresistas, los de ahora y los de antes en atender con la celeridad requerida esta reforma, que a pesar de años de discusión y del cansancio que produce seguir luchando por su aprobación, es más conocida por el debate respecto del aborto que por las transformaciones que realiza y los pro y contras de sus modificaciones ampliamente desconocidas, y la urgencia en aprobarlo no puede ser excusa para dejar pasar malas disposiciones y distorsiones. Ojalá que puedan corregirse los errores y distorsiones, pero el cedazo que debe separar lo procedente de lo improcedente no debe ser la visión particular de algunos legisladores muchas veces disfrazada de moral y plena de hipocresía, ni de bancadas de partidos políticos para quienes lo que importa son los votos que se ganan o se pierden, sino la inequívoca definición de los principios que queremos dejar plasmados en dicho código, los derechos que deben quedar debidamente protegidos, los tipos penales e instrumentos necesarios para la prevención del delito y su debido y proporcional castigo, y el mensaje que más allá de sus textos deseamos que permanezca.

El Caribe

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