Más de 60 periodistas han muerto en la guerra en Gaza. Uno de ellos era mi amigo

Por Lama Al-Arian

Lama Al-Arian es una periodista radicada en Beirut, ganadora de varios premios Emmy.

The New York Times

La noche del 13 de octubre estaba sentada en mi apartamento en Beirut cuando leí que unos periodistas habían sido alcanzados por un misil en el sur del Líbano. Mi amigo cercano, Issam Abdallah, trabajaba en el área como camarógrafo de Reuters para cubrir los enfrentamientos en la frontera entre Israel y Hizbulá tras el inicio, unos días antes, de la guerra en Gaza. Lo llamé de inmediato. Era un ritual que habíamos creado con los años: ya fuera que estuviéramos en el frente en Ucrania o en Siria, sabíamos que podríamos recibir una llamada del otro en cualquier momento que ocurriera un desastre.

Issam no respondió. No podía recordar la última vez que dejó que una de mis llamadas se fuera al buzón. En minutos, aparecieron en internet imágenes del ataque tomadas con teléfonos celulares. En un video, una periodista de Agence France-Presse aparece acostada en un charco de sangre, gritando que no siente las piernas. Lo escuché una y otra vez, tratando con desesperación de identificar la voz de Issam entre el caos.

Luego llamaron a la puerta. Dos de mis amigos me dieron la noticia de que Issam había muerto. Me mostraron más imágenes de las espeluznantes secuelas del ataque. Me invadieron las náuseas al ver cómo los equipos de rescate envolvían el cuerpo y la pierna cercenada de Issam en una sábana blanca; su cuerpo estaba calcinado, apenas reconocible.

Al día siguiente, viajé a Khiam, su ciudad natal en el sur del Líbano, con cientos de personas en duelo, para asistir a su funeral. Issam fue enterrado a la sombra de los antiguos olivos y granados que tanto le gustaban. Su familia decoró su tumba con flores y sus cámaras y lentes rotos, destruidos en el ataque.

La última vez que había estado allí con Issam, bebimos café árabe en la azotea y al terminar, volteamos nuestras tazas, simulando que nos leíamos la suerte mutuamente en los restos. Él bromeó y dijo que yo me convertiría en la primera dictadora árabe. Yo dije que él sería el primer periodista al que encarcelaría. Compartimos nuestros sueños: yo quería aprender jiu-jitsu, leer a los clásicos y jubilarme en el Mediterráneo. Él quería hacer más viajes en moto, adoptar más gatos y hacer cine independiente.

Como periodista, estoy acostumbrada a reportar las pesadillas que otros viven. He visto fosas comunes repletas de mujeres y niños. He recorrido ciudades enteras reducidas a escombros. He oído los gritos de personas que han perdido todo y a todos sus seres queridos en un instante. Solía pensar que, cuando me tocara a mí, la enormidad de los horrores que he visto soportar a otros me permitiría soportar los míos con cierta perspectiva.

Pero no fue así. Una cosa es vivir una pesadilla y otra muy distinta es atestiguar que la vivan otros. La capacidad humana de sentir el dolor ajeno tiene sus límites.

Issam es solo uno de los más de 60 periodistas y trabajadores de medios de comunicación que han muerto, la mayoría por ataques aéreos israelíes, desde que comenzó la guerra en Gaza. El Comité para la Protección de los Periodistas afirma que este ha sido el conflicto más mortífero para los trabajadores de medios de comunicación desde que empezó a llevar registros, hace más de tres décadas.

El día que Issam fue asesinado, Gilad Erdan, el embajador de Israel ante la ONU, declaró que su país nunca atenta contra los periodistas, aunque aceptó que “en un estado de guerra, puede ocurrir”. Pero una investigación independiente preliminar de Reporteros Sin Fronteras concluyó que Issam y los periodistas que estaban con él fueron “un objetivo explícito” en el ataque, que procedía de Israel. Esta conclusión concuerda con los testimonios de otros periodistas heridos en el atentado, que, como Issam, llevaban un equipo de protección que los identificaba claramente como periodistas, y se encontraban a kilómetros de distancia de los combates activos.

En las últimas siete semanas, Israel ha sido objeto de un creciente escrutinio por parte de grupos de defensa de los derechos humanos y de la libertad de prensa por sus presuntos ataques contra periodistas. Es una preocupación que ya se ha planteado antes. En 2019, el informe de una comisión de la ONU encontró “motivos razonables” para pensar que, durante las protestas de la “Gran Marcha del Retorno” en 2018, las fuerzas israelíes dispararon contra periodistas “a sabiendas de que estaban claramente identificados como tales”. A principios de este año, el Comité para la Protección de los Periodistas afirmó que la muerte de periodistas en las líneas de fuego de las Fuerzas de Defensa de Israel formaba parte de un “patrón mortal que ha durado décadas” por el cual no se ha llamado a rendir cuentas a nadie en más de 22 años.

En abril de 2021, fui a Sheij Yarrah, un barrio de Jerusalén Este, con mi equipo de VICE News para cubrir a las familias palestinas a las que se evacuaba por la fuerza de sus hogares para establecer ahí a colonos israelíes. El reportaje obtuvo millones de visitas en YouTube y, con ello, atrajo la ira del gobierno israelí.

Un año después, cuando regresamos a Israel para cubrir las protestas en la mezquita Al-Aqsa de Jerusalén, me negaron la entrada en el aeropuerto por “motivos de seguridad”. A pesar de mis credenciales periodísticas, era evidente que el gobierno israelí consideraba que mi ascendencia palestina era una amenaza para la seguridad. Me vi obligada a trabajar a distancia, mientras mis colegas reportaban desde la Cisjordania ocupada.

Un coronel israelí con el que filmó mi equipo dejó claro que no le gustaba nuestra cobertura. Mientras los llevaba en su auto, nuestro director de fotografía captó en cámara cuando le dijo en hebreo al oficial de prensa de las Fuerzas de Defensa de Israel: “Deberíamos mostrarles algo de acción. Con todos los tiroteos, tal vez les toque una bala”.

Alrededor de dos semanas después, a la corresponsal palestino-estadounidense de Al Jazeera, Shireen Abu Akleh, le dispararon en la cabeza mientras reportaba desde el mismo lugar sobre el cual el coronel había “bromeado”. Al igual que Issam, Shireen estaba lejos de cualquier combate real, llevaba un casco y el inconfundible chaleco azul con la inscripción “PRENSA” en letras blancas y grandes.

En un inicio, el ejército israelí negó su responsabilidad por la muerte de Shireen. Pero ante la creciente presión y las pruebas que presentaron medios de comunicación y organizaciones de derechos humanos, acabó por reconocer que existía una “alta posibilidad” de que un soldado israelí la hubiera matado. Pero Israel se negó a acusar a los soldados, lo cual refuerza lo que el Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos describió como la “cultura de impunidad” del ejército israelí.

Conocí a Shireen en 2014, cuando me asignaron la producción de su cobertura de la reunión anual de la Asamblea General de la ONU. Yo era una periodista en ciernes y me ponía nerviosa trabajar con una leyenda como ella, pero enseguida me desarmó su humildad. Antes de irse, me regaló un anillo de plata con un grabado de color rojo hecho a mano en Jerusalén. Como yo nunca había estado allí, quería que tuviera un trozo de Palestina que pudiera llevar conmigo.

Tras la muerte de Shireen, le envié a Issam un tuit que escribí y que se hizo viral. Respondió con un breve, pero efusivo, mensaje de audio: “¡Ya Lama, ya fakhr al-Arab!” (“Lama, ¡eres el orgullo de nuestro pueblo!”).

En el equilibrio tácito de sarcasmo y sinceridad que se desarrolla entre buenos amigos, supe que era a la vez su forma de decir: “¿qué quieres, un trofeo?” y “sigue así. Este es el trabajo que todos debemos hacer”.

Cuando volví a mi apartamento la noche siguiente al funeral de Issam, me di cuenta de que no tenía cómo entrar. Por costumbre, busqué mi teléfono para llamarle. Yo olvidaba las llaves tan a menudo que le había dado a él un juego de repuesto. Con la mirada puesta en el teléfono, tardé un momento en darme cuenta de lo que estaba haciendo.

Mientras esperaba al cerrajero, repasé nuestros mensajes de texto y encontré ese mensaje de audio. Lo reproduje una y otra vez, para revivir en esos cuatro segundos el momento en que estaba vivo y me hablaba.

Dudo que alguna vez haya justicia para Issam. Pero sé que para él, la justicia no era algo que alguien pudiera dar o quitar. Era algo que él sentía el deber personal de traer al mundo cada día a través de su trabajo.

Mientras más y más periodistas fallecen en esta guerra, sobre todo en Gaza, espero que sus muertes no sean en vano, que la gente exija su protección tan enérgicamente como sea posible y siga recordándolos. Es algo que hizo el propio Issam, en su última publicación de Instagram dedicada a Shireen.

Sé que el dolor de perder a mi amigo no es nada comparado con la pesadilla que vive a diario la gente en Gaza. Familias enteras no tienen supervivientes, mientras que las que sí los tienen se ven obligadas a recoger los restos de sus seres queridos en bolsas de plástico. Conocemos estas escenas solo por la valentía de los periodistas que se están entre ellos. Cada mañana consulto sus cuentas en las redes sociales para ver quién logró sobrevivir una noche más.

Lama Al-Arian es una corresponsal de guerra que reside en Beirut y ha sido galardonada en varias ocasiones con el premio Emmy.

The New York Times

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