Más que mentira, vileza
Por César Pérez
Es sintomático, a pesar de las casi seis décadas de crecimiento económico ininterrumpido se registran en nuestro país deplorables signos de descomposición social. Una descomposición que, con diversas expresiones, es también evidente en el ámbito de la política. Los calumniosos pasquines, profusamente difundidos en diversas redes y medios contra destacados periodistas y comunicadores de reconocida trayectoria de solvencia profesional y personal, constituyen un ejemplo. Esa práctica epocal/mundial, no es solo contra singulares individuos, sino contra la democracia misma y frente a ella debe alzar la voz toda persona, institución o colectividad política que tenga el decoro como valor.
Con nombres y fotos de esos comunicadores en un pasquín se les atribuye un falso salario en la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, USAID, recientemente disuelta por Donald Trump en su campaña de supresión o abandono de instituciones que dentro o fuera de ese país promueven programas de diversidad y/o de defensa de los derechos humanos. No es casual, la generalidad los sectores y comunicadores divulgadores de esa calumnia es gente con ideas en algunos aspectos iguales a las de Trump, y que de esa campaña participen algunos ex beneficiarios directos e indirectos de los gobiernos peledeístas, además de programeros revanchistas que captan su audiencia y hacen política difundiendo mentiras, odio e infamia contra personas o instituciones defensoras de la transparencia y los derechos ciudadanos.
Desde siempre, la mentira ha sido uno de los recursos más utilizado en la lucha política. Con ese recurso se han construido los más sórdidos relatos para justificar posiciones, construir falsos enemigos o amenazas, chivos expiatorios llevados a hogueras y holocaustos en defensa de supuestas verdades ideológica/políticas o religiosas. Sin embargo, nunca como ahora ese recuso ha sido tan utilizado en las luchas y debates políticos. El pasquín, el documento apócrifo para construir supuestos complot, la falsificación de escritura para desacreditar a supuestos y/o reales enemigos, la obligación a prisioneros a firman documentos admitiendo falsas acusaciones mediante todo tipo de violencia constituye una vieja práctica en la política.
Pero hoy, más nunca, la ultraderecha internacional y nacional ha “normalizado” algunas de estas prácticas en su combate a los valores básicos de la democracia: la libertad, el respeto a la diferencia y la solidaridad. El delito de calumnia y de odio contra destacados y solventes comunicadores y periodistas recurrentemente usado como recurso para su lucha política sin pudor alguno por la ultraderecha dominicana, con el silencio cómplice de parte de algunos sectores de la oposición, constituye un serio problema para la sociedad dominicana. Lo es, porque es una expresión local de la forma de hacer política que está imponiendo en el mundo la internacional ultraderechista.
En ese sentido, más que en la razón o en el dato como criterio valorativo de la verdad, se recurre a la pasión, a la sinrazón. De ese modo, se pervierte la política y el debate en prácticamente todas las esferas de la vida social e incluso en la Academia. Muchas mentiras o falsedades se repiten como mantras y terminan en “verdad” en la cabeza de la gente, no solo en las de ignorantes y necesitados de verdades que lo reconforten ante la incertidumbre y problemas de su cotidianidad, sino en individuos con niveles de formación medios y hasta altos. Se induce a la negación de datos económicos/sociales verdaderos de algunos gobiernos, se inventan y exageran datos sobre la presencia de extranjeros o de origen, cosa que repiten hasta profesionales, algunos de incuestionable vuelo.
No es, por tanto, una degeneración sólo de la política es también una degeneración social de cuyas evidencias tenemos conocimientos fruto de numerosos estudios y mediciones. Es la circunstancia que posibilita la recurrente y profusa difusión de los referidos pasquines, lo cual nos obliga a una profunda reflexión sobre el futuro del país. Por eso, la aviesa campaña de difamación contra los referidos periodistas y comunicadores no es un problema sólo de ellos es de la sociedad toda. Estos, poco pueden hacer yendo a los medios para defenderse de pasquines anónimos. Es el Estado, como lo obliga el artículo 8 de la Constitución, quien en primer lugar tiene el deber proteger la integridad física y moral de ellos, además de todo aquel que en su práctica tenga la decencia como valor.
Lo que estamos viviendo, no sólo aquí sino en el mundo, nos conmina a acciones de solidaridad, a la unidad en la defensa de la libertad y el derecho a la diversidad. A la defensa de los derechos individuales, como a los países sobre cuyas cabezas penden amenazas contra su integridad territorial, económica y a su existencia misma. La permisividad o pasividad frente los delitos de calumnia y de odio es incompatible con cualquier idea o concepción de cambio y puede llevar al despeñadero no sólo al gobierno de turno, sino a los sectores de la oposición, de todo signo, y a singulares individuos que saben que única forma de contribuir al real bienestar de la gente es si la práctica política tiene como escenario la democracia. No el estercolero.
Acento