Mi iglesia me canceló. Y fue muy triste
Por David French
The New York Times
Esta semana, los líderes de la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos (PCA, por su sigla en inglés) se reunirán en Richmond, Virginia, para celebrar su asamblea general anual. La Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos es una denominación cristiana pequeña y teológicamente conservadora que fue la iglesia de mi familia por más de 15 años.
Y acaba de cancelarme.
Ahora me consideran demasiado divisivo para hablar ante cristianos que comparten mi fe. Estaba previsto que conversara sobre los retos de abordar la polarización tóxica, pero me consideraron demasiado polarizador.
Originalmente me invitaron a unirme a otros tres panelistas sobre el tema “cómo apoyar a tu pastor y a los líderes de tu iglesia en un año político polarizado”. Una de las razones por las que me invitaron a participar fue precisamente porque he sido objeto de ataques intensos en internet y en la vida real.
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En cuanto se anunció mi participación, esos ataques volvieron. Se publicaron ensayos engañosos y tuits crueles, circularon cartas e incluso una canción paródica dirigidos a la iglesia y a mí. El mensaje era claro: sáquenlo del escenario.
Y eso es lo que decidieron hacer los organizadores. No solo me cancelaron a mí. Cancelaron todo el panel. Pero la razón era obvia: mi presencia suscitaría preocupación por la paz y la unidad de la iglesia.
Nuestra familia se unió a la denominación PCA en 2004. Vivíamos en Filadelfia y asistíamos a la Décima Iglesia Presbiteriana en el centro de Filadelfia. En ese momento, la denominación encajaba perfectamente con nosotros. Soy conservador teológica y políticamente, y en 2004 seguía siendo republicano. Al mismo tiempo, sin embargo, percibía la denominación como relativamente apolítica. Nunca escuché mensajes políticos desde el púlpito, y rendíamos culto junto a amigos demócratas.
Cuando nos mudamos a Tennessee en 2006, elegimos nuestra casa en parte porque estaba cerca de una iglesia PCA, y esa iglesia se convirtió en el centro de nuestras vidas. Los domingos íbamos a los servicios religiosos, y de lunes a viernes nuestros hijos iban a la escuela que la iglesia había fundado y apoyado.
Queríamos a la gente de esa iglesia, y ellos nos querían a nosotros. Cuando, en 2007, fui enviado a Irak, toda la iglesia se unió para apoyar a mi familia y a los hombres con los que serví. Llenaron nuestra pequeña base de operaciones con paquetes de ayuda y, en casa, los miembros de la iglesia ayudaron a mi esposa y a nuestros hijos con comida, reparando el coche y con mucho amor y compañía en momentos de angustia.
Sin embargo, ocurrieron dos cosas que cambiaron nuestras vidas y que, en retrospectiva, están relacionadas. Primero, en 2010, adoptamos a una niña de 2 años de Etiopía. Segundo, en 2015, Donald Trump anunció su campaña presidencial.
De ninguna manera podía apoyar a Trump. No solo me preocupaba su evidente falta de carácter; estaba abriendo la puerta a un nivel de extremismo y malicia en la política republicana que nunca había visto. El ascenso de Trump coincidió con el de la derecha alternativa, o alt-right.
Yo era escritor sénior del National Review en ese momento, y cuando escribí artículos críticos con Trump, los miembros de la alt-right se abalanzaron sobre nosotros y nos atacaron a través de nuestra hija. Sacaron fotos de ella de las redes sociales y las editaron para mostrarla en cámaras de gas y linchamientos. Los troles encontraron el blog de mi esposa en un sitio web religioso llamado Patheos y llenaron la sección de comentarios con fotos horripilantes de personas negras agonizantes y muertas víctimas del crimen y la guerra. También recibimos amenazas directas.
La experiencia fue estremecedora. A veces, aterradora. Así que hicimos lo que siempre hacemos en tiempos difíciles: recurrimos a nuestra iglesia en busca de apoyo y consuelo. Nuestros pastores y amigos cercanos acudieron en nuestra ayuda, pero el apoyo no fue para nada universal. La iglesia en su conjunto no respondió como lo hizo cuando fui a servir militarmente al país. En cambio, empezamos a encontrarnos de cerca con el racismo y el odio de la gente de nuestra iglesia y de la escuela de nuestra iglesia.
El racismo era grotesco. Una persona de la iglesia le preguntó a mi esposa por qué no podíamos haber adoptado a alguien de Noruega en lugar de Etiopía. Un profesor del colegio le preguntó a mi hijo si habíamos comprado a su hermana por una “barra de pan”. Más tarde supimos que había entrenadores y profesores que utilizaban insultos racistas para describir a los pocos alumnos negros del colegio. Hubo terribles incidentes de racismo entre compañeros, como cuando un alumno le dijo a mi hija que la esclavitud era buena para los negros porque les enseñaba a vivir en Estados Unidos. Otro le dijo que no podía venir a jugar a nuestra casa porque “mi padre dijo que las personas negras eran peligrosas”.
Hubo enfrentamientos políticos inquietantes. Una persona mayor de la iglesia se nos acercó a mi esposa y a mí después de un servicio para criticar nuestra oposición a Trump y me dijo “controla a tu mujer” después de que ella contrastara su apoyo a Trump con su oposición a Bill Clinton por su escándalo con Monica Lewinsky. Otro hombre se enfrentó a mí en la mesa de la comunión.
En varias ocasiones, hombres se acercaron a mi esposa cuando yo estaba fuera de la ciudad, desafiándola a defender lo que escribía y, en ocasiones, citando a un pastor de extrema derecha llamado Douglas Wilson. Wilson es un nacionalista cristiano conocido y apologista de la esclavitud que escribió en una ocasión que los abolicionistas estaban “movidos por un odio celoso a la palabra de Dios” y que “la esclavitud produjo en el sur estadounidense un afecto genuino entre las razas que creemos poder afirmar que no ha existido en ninguna nación antes de la guerra ni después”.
También empezamos a ver a la denominación con nuevos ojos. Para mi vergüenza, el racismo y el extremismo dentro de la denominación eran invisibles para nosotros antes de nuestra experiencia. Pero hay una facción de nacionalistas cristianos explícitamente autoritarios en la iglesia, y parte de ese nacionalismo cristiano tiene inquietantes elementos raciales subyacentes.
En 2022, un exmiembro de la denominación escribió The Case for Christian Nationalism (En apoyo al nacionalismo cristiano), uno de los libros nacionalistas cristianos más populares de la era Trump. Sostiene que “ninguna nación (propiamente concebida) se compone de dos o más etnias” y que “excluir a un grupo externo es reconocer un bien universal para el hombre”.
No quiero generalizar demasiado. Nuestros pastores y amigos íntimos siguieron a nuestro lado. Nuestra iglesia disciplinó al hombre que me confrontó por Trump en la comunión. Y la mayoría de los miembros de la iglesia no seguían de cerca la política y no tenían idea de los ataques que enfrentamos.
Pero para nosotros, la iglesia ya no se sentía como un hogar. Podíamos resistir a los troles en internet. Podíamos protegernos de las amenazas físicas. Pero era difícil vivir sin un respiro, y los ataques a mis hijos fueron la gota que derramó el vaso. Así que nos fuimos a una maravillosa iglesia multiétnica en Nashville. No dejamos el cristianismo; dejamos una iglesia que le hizo daño a mi familia.
Todavía tengo muchos amigos en la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos, personas que están luchando contra las mismas fuerzas que nos expulsaron de la iglesia. En marzo, uno de esos amigos se puso en contacto conmigo y me preguntó si quería participar en un panel en la Asamblea General de este año.
Acepté. La PAC me extendió una invitación formal para que me uniera a un panel con tres ancianos de la iglesia para hablar en una sesión antes del evento principal. Sabía que la invitación sería controvertida. Miembros de la denominación han seguido atacándome en internet. Pero ese era en parte el objetivo del panel. Mi experiencia era directamente relevante para quien pudiera encontrarse en el punto de mira de los extremistas.
La ira contra mí no era simplemente por mi oposición a Trump. Estaba directamente relacionada con el giro autoritario de la política evangélica blanca. Mi compromiso con la libertad individual y el pluralismo significa que defiendo las libertades civiles de todos los estadounidenses, incluidas las personas con las que tengo desacuerdos sustanciales. Algunos evangélicos republicanos están furiosos conmigo, por ejemplo, por defender las libertades civiles de las drag queens y las familias LGBTQ. Un escritor de The Federalist despotricó diciendo que concederme una tribuna era como “darle al lobo un abrigo de lana y un micrófono nuevos y desafiar a las ovejas a objetar”.
El panel se anunció el 9 de mayo. El 14 de mayo, la denominación cedió. Canceló el panel, y en su declaración pública, yo era el culpable. Me sacrificaron en el altar de la paz y la unidad. Pero es una falsa paz y una falsa unidad si los extremistas pueden intimidar a una familia para que abandone una iglesia y luego impedir que la iglesia escuche a uno de sus antiguos miembros describir su experiencia. Es una falsa paz y una falsa unidad si se preserva concediendo a los miembros más malintencionados de la congregación poder de veto sobre los actos de la iglesia.
Cuando dejé el Partido Republicano, pensé que una fe compartida preservaría mi hogar confesional. Pero me equivoqué. La raza y la política triunfaron sobre la verdad y la gracia, y ya no soy bienvenido en la iglesia que amaba.
David French es columnista de la sección Opinión. Escribe sobre derecho, cultura, religión y confl≠ictos armados. Es un veterano de la Operación Libertad de Irak y exlitigante constitucional. Su libro más reciente es Divided We Fall: America’s Secession Threat and How to Restore Our Nation. Puedes seguirlo en Threads (@davidfrenchjag).
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