No, no se obtiene una buena calificación solo por el esfuerzo

Por Adam Grant

The New York Times

Grant, colaborador de Opinión, es psicólogo organizacional de la Escuela Wharton de la Universidad de Pensilvania.

Tras 20 años de docencia, creía haber oído todos los argumentos posibles de los alumnos que querían una mejor calificación. Pero hace poco, al final de un curso de una semana con una carga de trabajo ligera, varios estudiantes tenían una nueva queja: “Mi calificación no refleja el esfuerzo que he puesto en este curso”.

Las calificaciones altas son para la excelencia, no para el esfuerzo. En el pasado, los estudiantes comprendían que el trabajo duro no era suficiente: una calificación sobresaliente requería un gran trabajo. Sin embargo, hoy en día, muchos estudiantes esperan ser recompensados por la cantidad de su esfuerzo más que por la calidad de sus conocimientos. En varias encuestas, dos tercios de los estudiantes universitarios afirman que “el trabajo duro” debería ser un factor en sus calificaciones, y un tercio piensa que deberían obtener al menos una calificación notable solo por presentarse a (la mayoría de) las clases.

Esto no es culpa de la Generación Z. Es el resultado de un malentendido sobre una de las teorías educativas más populares.

Hace más de una generación, la psicóloga Carol Dweck publicó unos experimentos revolucionarios que cambiaron la forma en que muchos padres y profesores hablan a los niños. Elogiar a los niños por sus capacidades socavaba su resiliencia, haciéndolos más propensos a desanimarse o rendirse cuando encontraban contratiempos. Desarrollaban lo que llegó a conocerse como mentalidad fija: pensaban que el éxito dependía del talento innato, y que no tenían lo necesario. Para persistir y aprender frente a los retos, los niños necesitaban creer que las habilidades son maleables. Y la mejor manera de fomentar esta mentalidad de crecimiento era pasar de elogiar la inteligencia a elogiar el esfuerzo.

La idea de elogiar la persistencia no tardó en aparecer en artículos virales, libros muy vendidos y populares charlas TED. Resonaba con la ética protestante del trabajo y reforzaba el sueño americano de que, con trabajo duro, cualquiera podía alcanzar el éxito.

Los psicólogos llevan mucho tiempo descubriendo que recompensar el esfuerzo cultiva una fuerte ética del trabajo y refuerza el aprendizaje. Esto es especialmente importante en un mundo que a menudo favorece a los talentos innatos frente a los que se esfuerzan, y para los estudiantes que no han nacido en la comodidad o no tienen un historial de logros. (Y es muy preferible al otro correctivo: la cultura de los trofeos de participación, que celebra a los niños por el mero hecho de presentarse).

El problema es que hemos llevado demasiado lejos la práctica de celebrar la laboriosidad. Hemos pasado de elogiar el esfuerzo a tratarlo como un fin en sí mismo. Hemos enseñado a una generación de niños que su valía se define principalmente por su ética del trabajo. No les hemos recordado que trabajar duro no garantiza hacer un buen trabajo (y mucho menos ser una buena persona). Y eso perjudica a los estudiantes.

En un estudio, la gente rellenó un cuestionario para evaluar su perseverancia. Luego se les presentaron acertijos que —en secreto— habían sido diseñados para ser imposibles de resolver. Si no había un límite de tiempo, cuanto mayor era la puntuación de la gente en perseverancia, más probable era que siguieran dándole a una tarea que nunca iban a completar.

Esto es lo que más me preocupa de valorar la perseverancia por encima de todo: puede motivar a la gente a aferrarse a malas estrategias en lugar de desarrollar otras mejores. En el caso de los estudiantes, un ejemplo clásico es pasarse la noche entera estudiando en lugar de hacerlo durante varios días. Si no sacan una calificación sobresaliente, suelen protestar.

Por supuesto, rogar por buenas calificaciones no es necesariamente un signo de sentirse con el derecho a hacerlo. Si muchos alumnos se esfuerzan sin conseguirlo, puede ser señal de que el profesor está haciendo algo mal: una mala docencia, una carga de trabajo poco razonable, unos estándares excesivamente difíciles o una política de calificaciones injusta. Al mismo tiempo, es nuestra responsabilidad decirle a los alumnos que se pasan la noche quemándose las pestañas que, aunque su calificación promedio no refleje plenamente su dedicación, sí dice mucho de su falta de sueño.

Los profesores y los padres les deben a los niños un mensaje más equilibrado. Hay una razón por la que concedemos medallas olímpicas a los atletas que nadan más rápido, no a los que entrenan más duro. Lo que cuenta no es el puro esfuerzo, sino el progreso y el rendimiento que resultan de él. La motivación es solo una de las múltiples variables de la ecuación del logro. La habilidad, la oportunidad y la suerte también cuentan. Sí, puedes mejorar en cualquier cosa, pero no puedes ser genial en todo.

La respuesta ideal a una calificación decepcionante no es quejarse de que tu diligencia no haya sido recompensada. Es preguntarte cómo podrías haber rentabilizado mejor tu inversión. Esforzarse más no siempre es la respuesta. A veces es trabajar de forma más inteligente, y otras veces es trabajar en algo totalmente distinto.

Todos los profesores deberían animar a los alumnos a tener éxito. En mis clases, los alumnos son evaluados por la calidad de sus ensayos escritos, su participación en clase, sus presentaciones en grupo y sus trabajos o exámenes finales. Les dejo claro que mi objetivo es dar el mayor número posible de calificaciones altas. Pero no se conceden por el esfuerzo en sí: se ganan mediante el dominio del material. La verdadera medida del aprendizaje no es el tiempo y la energía que inviertes. Son los conocimientos y habilidades que obtienes.

The New York Times

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