Novak Djokovic, me equivoqué contigo
Por Kelly Corrigan
The New York Times
Corrigan es escritora y presentadora del pódcast “Kelly Corrigan Wonders”.
Sé que nunca ha sido el favorito de los aficionados, pero mientras lo veía en Wimbledon, donde perdió el viernes contra Jannik Sinner en las semifinales, no podía recordar exactamente qué era lo negativo que tenía Novak Djokovic.
¿Era que no era tan elegante y cortés como Roger Federer? ¿Que no era tan guapo y estrafalario como Rafael Nadal? ¿Nos molestábamos con Djokovic por ganarle a los tipos con los que nos habíamos encariñado tanto?
¿Era que su patria, Serbia, era menos visitada y mucho más complicada que Suiza y España, tierras de chocolate y sangría, no de guerra y crímenes de guerra?
Sí, se ha portado fatal con algunos árbitros. Sí, se negó a vacunarse. Sí, una pelota que golpeó con frustración hirió a una juez de línea y aún así Djokovic luchó para que no lo expulsaran del partido. Pero yo he tenido algún que otro berrinche, y crecí pasando los veranos haciendo esquí acuático, no corriendo hacia refugios antiaéreos.
Algunos dicen que se esfuerza demasiado. Que siempre está demostrando su esfuerzo. ¿Pero qué hay de malo en esforzarse? ¿No es la iniciativa, la tenacidad, el coraje, exactamente lo que se supone que debemos inculcar a nuestros hijos? Sin duda, al menos en el deporte, no es indecoroso aspirar a lo más alto.
Sobre todo cuando se alcanza. Mientras estábamos ocupados desmayándonos por ídolos más cautivadores, Djokovic los superó, abriéndose camino hacia un récord de 24 títulos de Grand Slam, frente a los 20 de Federer y los 22 de Nadal.
Aun así, nunca le dimos su merecido reconocimiento. Quizá el problema siempre fuimos nosotros.
Quizá ahora que tiene 38 años y lucha por cada punto contra la próxima generación de jugadores talentosos que pronto le derrocarán definitivamente, por fin la gente se pueda identificar con él. Ha entrado en la edad en la que esforzarse es un requisito. En su partido de cuartos de final, al estirarse para alcanzar un feroz golpe de derecha, resbaló y se desplomó hacia delante y quedó tendido allí, derrotado. Momentáneamente. Luego, tras encontrar dos saques aún más desconcertantes, se llevó el partido.
Llámenme debilucha, pero me gusta que durante una entrevista posterior al partido llamara “tesoro” a su hija. Me gusta que se haya casado con la primera chica de la que se enamoró y que su familia le afecte tan abiertamente. Toda su cara sonríe cuando mira a sus dos hijos en el palco, su voz se quiebra tras una derrota cuando habla de decepcionar a su hijo.
Me gusta que cuando habla de los refugiados de guerra, llora. Como serbio, ha tenido experiencias viscerales que van mucho más allá de los cortes, los remates y los drop shots, y ha dicho que esos recuerdos de dos guerras lo han moldeado. Él y su mujer colaboran con UNICEF y el Banco Mundial para proporcionar educación infantil en Serbia. ¿Suena eso como algo que haría un patán?
Esta primavera, con motivo de mi 25 aniversario de boda, pude verle jugar en persona en el Masters de Madrid. Perdió contra un joven italiano que no era cabeza de serie. Lo hizo con gracia. Felicitándolo y demostrando afecto, abrazó al vencedor en la red. Me hizo quererlo más, desgastado y desgarrado, imperfecto pero devoto. Estamos viendo a un hombre que vive de los dones de su cuerpo aceptar el hecho de que envejecerá.
Algún día abandonará la pista central para siempre, llevándose consigo sus devoluciones de servicio que cambian el juego y sus deslizamientos gimnásticos. ¿No sería estupendo ver su nombre —una vez más— en la copa de plata dorada junto a las emblemáticas palabras “The All England Lawn Tennis Club Single Handed Championship of the World”?
La fanaticada, sobre todo la de los deportistas que suben solos al escenario, se entrega a una intimidad que va más allá del talento. Nos vemos envueltos en sus relaciones más importantes a medida que la cámara va y viene de nuestro asediado jugador a sus padres, cónyuges e hijos. Cuando el hermoso hijo de Djokovic se tapa los ojos cuando su padre comete una doble falta, estamos dentro de su tierna historia. O creemos estarlo, al menos. Sentimos lo que creemos que ellos sienten: el amor duele. Cuando su querida hija dirige la última rutina de baile de la familia Djokovic, se nos recuerda la dulzura ocasional de la vida.
Quizá sea que el tiempo ha alcanzado a Djokovic. Ahora valoramos las cosas que él es: la valentía de Angela Duckworth y la vulnerabilidad de Brené Brown son dos de las ideas más en boga que han circulado en la última década o dos.
O quizá sea que incluso para los jugadores a los que Djokovic tendrá que vencer para conseguir su codiciado título 25, es un mentor generoso con análisis sabios. Esboza la estrategia, hace observaciones detalladas y ofrece a los jugadores más jóvenes ideas ganadas a pulso. Pregúntenle a Holger Rune, Jakub Mensik o Alexander Zverev. ¿Quién hace eso? Una persona que recuerda cómo ha llegado hasta ahí.
Puede que haya perdido en la grama esta semana, pero Novak Djokovic es un modelo a seguir para todos nosotros. Es un aprendiz de por vida que parece disfrutar con sus hijos, contribuye al bien común, se esfuerza por crecer continuamente tanto en forma como en compostura y recuerda, cuando todo parece perdido, que hay que respirar hondo y volver al trabajo.
The New York Times