Nuestro peculiar concepto de la corrupción
Miguel Guerrero
En febrero del 2012, el presidente de Alemania, Christian Wulff, debió renunciar al cargo luego de que la Fiscalía pidiera al Parlamento que le despojara de su inmunidad para investigarlo sobre un caso de soborno. Wulff había también incurrido años atrás en el error de no revelar las condiciones de un préstamo obtenido en condiciones graciosas, valiéndose probablemente de sus influencias políticas, mientras ejercía la presidencia de Baja Sajonia. Al verse obligado a renunciar, el dirigente alemán se exponía al riesgo de ir a la cárcel.
En 1988, mientras corría por la candidatura del Partido Demócrata, el actual presidente de Estados Unidos, Joe Biden, se vio precisado a abandonar el esfuerzo mientras lideraba las encuestas para evitar un escándalo después que se publicara que había copiado parte de un discurso del líder liberal Neil Kinnock. Su decisión evitó que se le acusara de plagio y el caso se ventilara en la justicia. El asunto fue recreado en los medios años después cuando Biden fue escogido por Barack Obama como su vicepresidente.
En la República Dominicana ocurren a diario cosas similares y peores, sin consecuencia alguna. En un importante órgano del Estado hay denuncias graves de acoso y salvo algunas menciones en los medios, originadas en denuncias de las afectadas, es como si el ejercicio de una posición de mando concediera a alguien a usarla para dar riendas a sus incontrolables debilidades.
Lo cierto es que la principal traba en la lucha contra la corrupción nace del concepto que esta sociedad tiene sobre ella. Todo aquel que maneja fondos públicos y no se beneficia personalmente de ello, es un pendejo. Por eso, la corrupción es la única esfera donde hay continuidad con los cambios de gobierno. Donde la dejó uno la toma el que le sigue.
Se da así la fórmula perfecta. La corrupción nueva protege a la pasada.